FE ADULTA
Lejos queda el temor a que nuestra religión no sea la verdadera. Lejos, también, aquel concepto de fe como aceptación de un conjunto de postulados dogmáticos, y no como confianza en alguien por quien se puede apostar: «Tengo fe en mi médico, y me pongo en sus manos para que me extirpe el riñón enfermo».
Lejos queda el tiempo de buscar certezas; ahora es tiempo de apostar. Nuestra vida es una permanente sucesión de apuestas, aunque bien es cierto que la mayoría de ellas son nimias: ¿Me quedo en casa leyendo un libro, o salgo a dar un paseo? ¿Me pongo una camisa blanca, o a cuadros?... Otras son más importantes: ¿Estudio esta carrera, o la otra? ¿Formo una familia, o huyo de compromisos que coartan mi libertad?...
También hay apuestas trascendentes.
¿Apuesto por buscar en Dios el sentido de mi vida, o apuesto por buscarlo fuera de Él?... es decir: ¿Planteo mi vida con la esperanza de más vida después de la muerte, o limito mi expectativa a la vida sensible que conozco?... Porque claro, si esperamos sobrevivir a la muerte, el acierto o desacierto de nuestras acciones deberá estar referido a la vida entera; la de antes y la de después de la muerte. Si por el contrario creemos que nuestra realidad se limita a lo biológico, el sentido de nuestra vida consistirá en aprovechar al máximo el regalo irrepetible y fugaz de la propia vida: «Carpe diem», decía Horacio.
La siguiente gran apuesta es por el cauce a seguir para llegar a Dios. Hay muchos cauces —al menos tantos como religiones—, pero es que, además, podemos crear el nuestro propio. La búsqueda de Dios se puede comparar a la ascensión a una montaña que no conocemos. Podemos apostar por intentarlo por nuestra cuenta, con el riesgo evidente de perdernos por el camino y no llegar nunca a la cima, y podemos apostar por hacerlo con un guía que conozca el camino. En esta segunda opción es importante elegir bien al guía, pues no todos nos sirven para ver cumplidas nuestras expectativas.
En principio, es cristiano quien apuesta por Jesús; quien pone su fe en Jesús para que le guíe hasta la cima. Ruiz de Galarreta decía que el itinerario hacia la fe en Jesús presenta varios niveles: «Conocerle y admirarle es el punto de partida; aceptar sus valores y su modo de vivir es ya una opción de vida; reconocer en él la imagen misma de Dios y el modelo de lo humano, es la fe cristiana explícita».
Pero el conocimiento de Jesús ha sido siempre una ardua tarea para quien lo busca de veras. Si miramos a los ambientes tradicionales de la Iglesia, vemos que tanto la personalidad de Jesús como su propuesta de vida, quedan en buena medida veladas por la carga dogmática y ritual de la religión oficial; pero si volvemos la vista a lo que se podrían llamar ambientes ilustrados, la cosa no resulta menos peliaguda. Estos movimientos ilustrados se presentan siempre como vanguardia, invitan a rechazar todo lo anterior y venden el resultado como “progreso”. En este caso, el resultado es la relativización de la figura de Jesús y de su valor como cauce hacia Dios. A veces lo presentan tan revestido de ropajes ajenos, que resulta imposible identificarle.
Y todo esto ocurre cuando la exégesis independiente nos muestra con más rigor que nunca la fe de las primeras comunidades, y por ende, a Jesús (pues en ellas había Testigos para desmentir lo que no se ajustase a la realidad). Quizá la mejor forma de entender el “progreso” sea como profundización en el conocimiento de Jesús para así reforzar la apuesta por él; en la aceptación del Jesús del evangelio sin ropajes, añadidos ni mutilaciones; es decir, de ese Jesús imagen viva de Abbá, ungido por Dios con Espíritu y con poder, que pasó por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal… porque Dios estaba con él.
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