PEPE MALLO
La misa y la mesa coexisten pertinazmente entroncadas en ritos y personas
| Pepe Mallo
No sé si es la astenia primaveral, la fatiga pandémica, la reacción de la vacuna, la reclusión, el cambio de hora o las horas robadas al descanso. El caso es que vivo desde hace un tiempo como enajenado. Me encuentro harto y ahíto de informaciones enfadosas, aburridas, reiterativas, insípidas. Quisiera salir de esta España “convertida en un campo de exterminio” (Reig dixit), pero me encuentro perimetralmente confinado. Desearía impugnar el veto eclesial a la “bendición de parejas gay” (Roma locuta), pero me refrena la decepción y la displicencia por tanto desplante doctrinal. Me gustaría combatir la “invasión francesa” en Madrid (Allons enfants de la Patrie), pero resulta que no se trata de una agresión napoleónica, “vienen a visitar a museos” (corregidor matritense atestigua). Me animaría a… un largo etcétera. Y otros tantos peros.
Varado en esta tesitura, me llamó la atención, en mi diaria lectura de la prensa, un chocante titular al hilo de un comentario teatral. Y me dije, digo: ¡Me lo quedo! (con presumible permiso del autor, claro). Así, aunque me aleje de la intención del comentarista de prensa, aprovecharé para elaborar una intrascendente, frívola, superficial y ligera consideración, tras la profusión de intensos, encomiables y profundos artículos que Religión Digital y sus blogueros nos regalan a diario, sobre todo en estas últimas fechas. Y aquí lo tenemos. El titular de marras, con un ponderado matiz personal, encabeza mi reflexión de hoy. ¿A que tiene mucho de verosimilitud? Yo diría que de certeza.
Al hilo de la gacetilla, evoqué una anécdota de hace años. Sucedió en el pueblo natal de mi mujer, afincado en la llamada zona minera de Vizcaya, donde tenemos nuestra segunda vivienda. El domingo inmediato a nuestra llegada, en verano, asistimos a la eucaristía. El sacerdote era recién venido al pueblo ese año. Ni le conocíamos ni nos conocía. Acabada la celebración, nos acercamos, como de costumbre, a la sacristía para saludar a los amigos del equipo de liturgia y, lógicamente, al nuevo párroco. Tras las congratulaciones y cumplidos de rigor, el cura concluyó. “Venga, vamos a acabar la misa”. Ante nuestro gesto de extrañeza, puntualizó: “La misa se termina en el Enparantza” (el bar de la plaza). Rito que se repitió durante los domingos de varios años. De hecho, tal práctica ya subsistía desde tiempos pretéritos, como es tradición arraigada no solo en el País Vasco, pero sin la adherencia eclesial.
Y es que tanto el bar como la iglesia coexisten enraizados en la idiosincrasia de la mayoría de los españoles. Desde el exterior se nos ve como la “España de los toros y el flamenco”. Sin embargo, en el fuero interno nos retratamos como eso, como “creyentes”, pero “barícolas”. Así como esta igualdad, también leída no sé dónde: “Bares + iglesias = España”. Está claro que ambos elementos culturales son parte de la idea más tópica de nuestra piel de toro.
Mi profesor de Sociología, docto y erudito varón, hablando del comportamiento social, nos comentaba que los humanos hemos progresado muy poco en este aspecto, e ironizaba: “Nuestros ancestros vivían en las cavernas. Actualmente vivimos en las “tabernas”. Qué razón tenía nuestro versado profe. ¿No resulta llamativo que en esta época de pandemia, confinamientos periféricos y toques de queda, los más “perjudicados” y “quejumbrosos” hayan sido los locales de copas? ¿No es chocante que, a pesar de las restricciones y a falta de aglomeraciones procesionales religiosas, la gente haya procesionado “religiosamente” a las terrazas de los bares? Estos días “santos”, el bar ha obrado de catalizador capaz de articular España. Y es que el bar, llámese también cafetería, se nos muestra como un tabernáculo acogedor, un venerable santuario, un ilusionado sanatorio. Su rutinaria frecuentación constituye para los humanos una ferviente religiosidad, un rito. Como la iglesia, goza de sus incondicionales “parroquianos” y una “liturgia” cuidadosamente escenificada: la incesante procesional entrada de los “fieles”, el esmerado rito oferente por parte de la casa, el “diaconal” reparto de viandas y bebidas y el “vayan ustedes en paz” de despedida.
La religión siempre ha ocupado un papel central en la vida de los españoles. No sé si como fe, como vivencia social o como sentimentalismo. Pero no me cabe duda del significativo alcance de la religiosidad popular. España sigue siendo un país socialmente católico, aunque otra cosa sea cumplir con los preceptos de la Iglesia. A pesar de lo que digan las estadísticas respecto al abandono de la práctica religiosa, lo cierto es que la religión sigue estando presente en la mayoría de los hogares españoles, al menos en forma de fiestas y celebraciones. Estos días de la Semana Santa lo han hecho evidente. Las procesiones para muchos fervorosos seguidores no tienen que ser por fuerza un acto sagrado; no obstante, sería absurdo sostener que las procesiones no son manifestaciones religiosas. Sin embargo, no es menos cierto que estas festividades piadosas van asociadas al deleite de beber, degustar y compartir. El fervor en el cuidado del alma reclama la apetecible solicitud del cuerpo. Lo “sagrado” es beber y tapear en compañía. Equilibrio entre lo sublime y lo cotidiano.
“A los fieles de Madrid les está costando volver a la Iglesia por miedo a contagiarse”, apuntó recientemente el cardenal de Madrid. Y es que los rituales sagrados suscitan comunidad, pero sin comunicación. Es el celebrante quien lleva la voz cantante y sonante, mientras que los fieles asienten sin intervenir en el rito más que con los “amenes” de aprobación. La misa se nos presenta esencialmente como una reunión comunitaria. Pero no hay comunidad sin comunicación ni participación. Con todo, es innegable que lo que hoy predomina entre la gente es la necesidad de comunicación, sin requisito de comunidad. La misa y la mesa coexisten pertinazmente entroncadas en ritos y personas. Van de la mano. No hace tanto tiempo, en los años del “cesaropapismo” franquista, se podían contemplar a los poderes fácticos de los pueblos rurales (alcalde, cura, cabo de la Guardia Civil, y a veces el médico) platicar fraternalmente sobre lo divino y lo humano en torno a unos vasos de vino. Y es que los bares son los típicos establecimientos donde la gente se reúne para la evasión. El chiquiteo opera de excusa y vehículo para reunirse con los amigos y, en estos tiempos de pandemia, encontrar momento para la evasión de tanto infortunio.
Concluyo mi reflexión ratificando que existe una firme indisolubilidad entre iglesia y bar. Incluso, se podría afirmar, rizando el rizo, que fue el propio Jesús quien inició la praxis de este “binomio”. Instituyó la eucaristía en torno al pan y el vino. No en vano “tabernáculo”, en latín, es el diminutivo de “taberna”.
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