Para la gran mayoría de nuestros contemporáneos, al menos en nuestro ámbito noroccidental, la imagen del pastor resulta anacrónica, cuando no provoca, además, sarpullidos. En el primer caso, porque nos hallamos muy lejos de aquella cultura agrícola y ganadera en la que nació; en el segundo, porque nos chirrían las imágenes que se mueven en la clave de autoridad/sometimiento, y que arrastran, con frecuencia, una historia de dominación.
En concreto, la imagen del pastor evoca, por sí misma, la de la oveja y el rebaño. Y el contraste entre ambas hace aflorar en la conciencia de muchos la contraposición entre autoritarismo, por un lado, y sumisión y alienación (borreguismo), por otro.
A partir de la modernidad, la autonomía resulta un valor irrenunciable para el ser humano, que ha hecho suya la denuncia de Kant contra los “tutores” y su llamada a la “mayoría de edad”, expresada en el grito “Sapere aude” (atrévete a conocer por ti mismo).
Parece indudable que la imagen del “pastor” -como, en otros casos, la del “gurú” o del “maestro”- sirvió de pretexto para justificar abusos de diverso tipo, todos ellos basados en el poder que aquellas mismas imágenes otorgaban.
La experiencia y el mayor conocimiento de la condición humana nos han hecho ver que también los pastores, gurús y maestros tienen su zona de sombras. Y que el hecho de querer negarlas o disimularlas no logra sino convertirlas en más peligrosas.
Todos somos maestros y discípulos. Todos nos hallamos en un proceso de aprender. Podemos, sin duda, reconocer a personas que nos ayudan y que despiertan lo mejor de nosotros mismos. Pero no será porque se impongan y se empeñen en conducir nuestro camino, sino porque, siendo humildes y transparentes, nos remiten a nuestro propio “maestro interior”.
No necesitamos pastores, sino compañeros de camino, acompañantes lúcidos y humildes, compartiendo aquello que a cada cual se nos ha regalado experimentar.
¿Escucho y sigo a mi maestro interior?
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