Jesús Martínez Gordo
De los 3.400 años de historia de la humanidad que podemos datar, nos dice el historiador Georg Weber, 3.166 fueron de guerra. Los restantes 234 no fueron ciertamente de paz sino de preparación para otra guerra.
Prácticamente las fiestas nacionales de todos los países, sus héroes así como los monumentos de sus plazas, están relacionados con hechos de guerra. Los medios de comunicación llevan al paroxismo la magnificación de todo tipo de violencia, bien simbolizada en el programa nocturno de una de las televisiones con el título “Tela Quente” (Pantalla caliente). Y para vejamen general, nuestro presidente defiende la tortura de los tiempos de la dictadura militar y exalta a torturadores sanguinarios.
En los distintos países, el militar, el banquero y el especulador valen más que el poeta, el filósofo y el santo. Cuenta más el rico empresario de la Fiesp que el pobre hombre de Dios que cuida de la gente de la calle y sólo por eso está siempre amenazado de muerte: el padre Julio Lancellotti. En los procesos de socialización formal e informal, la cultura de la violencia no crea mediaciones para una cultura de la paz, del diálogo y de la fraternidad universal.
Esta situación suscita siempre de nuevo la pregunta que de forma dramática Albert Einstein plantea a Sigmund Freud en 1932: ¿es posible superar o controlar la violencia? Freud, realista, responde: “Es imposible controlar directamente el instinto de muerte (thánatos). Sin embargo, se puede ir por vías indirectas. Todo lo que hace surgir lazos emocionales entre los seres humanos actúa contra la guerra. Todo lo que civiliza, trabaja contra la guerra. Pero concluye con resignación: “hambrientos pensamos en el molino que muele tan despacio que podemos morir de hambre antes de recibir la harina” (Obras completas III:3, 215).
Sin entrar en detalles, diríamos que detrás de la violencia funcionan fuertes estructuras que rompen los posibles lazos de fraternidad. Si no las controlamos, se hace verdad lo que Thomas Hobbes sustenta en su Leviatán (1561): el ser humano es lobo para otro ser humano.
La primera estructura es el caos, siempre presente en el proceso cosmogénico y antropogénico. Todos somos hijos e hijas del caos primordial, de aquella inmensa explosión silenciosa, el big bang ocurrida hace unos 13.700 millones de años. La expansión y la evolución del universo son una forma de crear orden (cosmos) en este caos y no permitir que sea sólo caótico, sino que sea también generativo. Él genera nuevos cuerpos celestes, galaxias, estrellas y agujeros negros. Incluso así, caos y cosmos (nuevos órdenes) acompañan siempre la evolución del universo. Él actúa también en el ser humano, haciendo que sea simultáneamente amoroso y violento, luz y sombra.
Esta estructura de caos ha producido cerca de cinco extinciones masivas de seres vivos, ocurridas hace millones de años. En la última, hace cerca de 67 millones de años, perecieron todos los dinosaurios. Posiblemente la propia inteligencia también nos ha sido dada para limitar la acción destructiva del caos y potenciar su acción generadora de nuevos órdenes.
En segundo lugar, somos herederos de la cultura patriarcal que instauró, hace más de diez mil años, la dominación del hombre sobre la mujer y creó las instituciones asentadas sobre el uso legítimo de la violencia por el Estado, más presente en el ejército, en la guerra, en las clases, en el proyecto de la tecnociencia puesta al servicio de los procesos de producción que implican una depredación sistemática de la naturaleza y una deshumana injusticia social.
En tercer lugar, esa cultura patriarcal usó la represión, el miedo, el terror y la guerra como forma de resolver los conflictos. Sobre esta vasta base se formó la cultura del capital, explotando la fuerza de trabajo humano y devastando la naturaleza. Su objetivo es el lucro y no la vida, su lógica es la competición y no la cooperación, el individualismo y no la interdependencia entre todos. Su dinámica excluyente origina desigualdades, injusticias, violencias que eliminan miles, millones de vidas humanas. La irrupción de la Covid-19 ha impuesto a todos una pausa en esa voracidad, pues todo ha tenido que parar, la producción y la circulación de los seres humanos, sujetos al confinamiento social. Limó los dientes al lobo pero no le quitó la ferocidad. Los especuladores han acumulado fortunas fantásticas agravando la desigualdad social.
Todas estas fuerzas se articulan estructuralmente para consolidar la cultura de la dominación y de la violencia, actitudes contrarias a cualquier tipo de fraternidad. Ellas nos deshumanizan a todos, haciéndonos, según dice la encíclica del Papa Francisco Fratelli tutti, no hermanos y hermanas sino solo socios de intereses personales o corporativos (cf.n.12;101). No basta estar a favor de la paz. Tenemos que estar contra la guerra, y en Brasil denunciar la ausencia de un proyecto oficial para detener la Covid-19, que ha hecho a su principal responsable, el jefe de la nación, “un gendarme de la burguesía”, que no cuida las vidas de su pueblo ni muestra empatía con las familias y personas que han perdido seres queridos, como si se hubiese hecho una lobotomía.
Traducción de M.ª José Gavito Milano
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