Han pasado muchos siglos desde que Jesús dejó los mimbres de la primera Iglesia o comunidad de seguidores, pero dejando que se organizasen sin definir normas más allá del mandamiento del amor y de la evangelización. Después de dos mil años, nuestra época no es mejor ni peor que otras, sino distinta; pero es la nuestra, en la que somos los actores de la Iglesia de hoy con el mismo objetivo de hace dos mil años a través del ejemplo de vida, como el Maestro nos enseñó. De aquella Iglesia primitiva, la más cercana en el tiempo a la vida de Jesús, destacan varias características:
· Tenía atractivo, su estilo de vida era una Buena Noticia.
· Era una Iglesia con una vivencia comunitaria.
· Las dificultades existieron desde el principio y no sólo fueron internas (grandes diversidades culturales y con visiones teológicas diferentes) sino también externas: el Mensaje no podía estar anclado en la ley sino en la vivencia religiosa por la entrega a los demás. No es tanto una confesión como un comportamiento.
Si Dios es amor y estamos hechos a su imagen y semejanza, todos somos reflejo de Dios. ¿Somos los buenos porque nos han regalado la fe? ¿Por qué ese empeño en cambiar al otro? Evangelizar no es adoctrinar, lo recuerda constantemente el Papa. Dios creó las culturas y la diversidad, dentro de una igualdad en dignidad humana ¿Hay algún Dios que nos pide que transformemos a nuestro gusto lo que Él ha hecho al suyo? ¿Quién nos ha revelado que hay que cambiar los corazones violentando voluntades?
Jesús acogió, perdonó, denunció pero no impuso nada como lo atestigua su muerte en la cruz. A veces, en lugar de instrumentos de Dios somos los que borramos la mejor cara de Dios. La fe es un regalo, hemos sido los elegidos, no para la salvación, que puede alcanzarla todo ser humano, sino para dar testimonio de la presencia de Dios entre muchos que esperan conocer la verdadera Buena Noticia.
Todavía necesitamos hacernos este tipo de preguntas, con humildad: ¿Estamos saturados de institucionalización? ¿Aceptamos que Dios se manifiesta también en lo profano? ¿Cómo olvidarnos que el Evangelio transpira pura fuerza amorosa? ¿No es lo específicamente católico ilusionarse pensando en una humanidad vibrando a ritmo de amor? ¿Aceptemos el enriquecimiento que viene del que no es de nuestra Iglesia?
Los cristianos debiéramos preocuparnos menos por la increencia y más por la indiferencia. Pasan muchas cosas que exigen tomar postura. No nos olvidemos que los profetas anunciaron ¡denunciando! Jesús también denunció muchas situaciones injustas frente al judaísmo de entonces que vivía en el conformismo centrado en la dictadura de los preceptos. Es muy grave que muchos católicos de la Iglesia en países ricos no deseemos cambios de verdad sino la prolongación de lo que tenemos. El Concilio reforzó y actualizó el Anuncio pero el problema está en la sociedad del bienestar que no siente la misericordia bíblica ni experimenta indignación ante tanta desigualdad, sino satisfacción por lo que posee. Los cristianos del bienestar no paramos de hablar de los pobres y actuar a favor de los ricos. Los demás sólo cambiarán si primero cambiamos nosotros. El sentido liberador de la cruz se nos escapa.
La vida del cristiano es el único Evangelio que mucha gente leerá en toda su vida, en palabras que solía repetir Hélder Cámara.
¿En qué nos diferenciamos de los que no son de la Iglesia? La vida nos mezcla en el trabajo y en la diversión, en la pandemia y en las dificultades y a veces, hasta destacamos por nuestra falta de amor. Nuestras inconsecuencias llevan a muchos al placebo de las sectas. La Iglesia no es la jerarquía, es toda la comunidad: fieles de a pie en su mayoría... ¿Se parece al estilo, aunque adaptado a los tiempos, de las primeras comunidades? ¿Nos sentimos interpelados con aquellos que sufren, aquí y ahora? ¿Cuál es el estilo de Iglesia que tenemos, en la propia relación comunitaria entre nosotros?
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