- Por: Carlos M. Voces
Hubo un hombre amante de lo divino: Teófilo. Teo, para familiares, amigos, hermanos de comunidad.
Acaba de pasar a nuestro lado. Ha cruzado el umbral. En paz, sin molestar. Profundamente confiado en una Vida plena. Esa vida de la que tanto gustaba contar en sugerentes narraciones que a todos encandilaba y dejaba mudos de maravilla.
Teo ya había puesto un pie en ese pórtico infinito. Pero había vuelto, renacido, para contarnos que, cada minuto es estéril si no se convierte en gota que impregna la tierra tantas veces reseca. Y él miraba. Sonreía. Hablaba desde dentro, como un humilde y sabio conocedor, por experiencia, de que es imprescindible mirar dentro, pues lo esencial es invisible a los ojos, como decía Exupéry.
Ahora nos queda el dolor. Amargo dolor que quiebra las palabras, tan solo con recordarlo. Sin embargo, con él, hemos aprendido que esta queja silenciosa que nos derrumba es, al mismo tiempo, parte del amor que nos teníamos. Se hacía querer. Un cariño afable, entrañable, que Teo regalaba continuamente. Y, porque se hacía querer, ahora nos duele su ausencia hasta derrumbarnos por dentro.
Su ternura discreta, sigue siendo expresión del Amor, con mayúscula, que ahora le ha llamado, como un día. Ese mismo Amor que ahora le abraza y abraza a quienes le han precedido tan de cerca. El mismo Amor que se regala en cada criatura, pasea al atardecer con nosotros y nos engalana con su Vida generosa.
Con Dios, Teo.
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