Pedro J. Larraia Legarra
Redes Cristianas
Los centros de poder españoles heredaron de Castilla una intolerancia extrema hacia la disidencia.
Para las élites españolas, con la disidencia no existe otra salida que la represión. Dialogar con ella es un imposible, porque hacerlo vendría a suponer que podría tener razones que mereciesen ser atendidas. Y eso es falso, la disidencia está absolutamente equivocada en todo. Y con el error absoluto no cabe ningún diálogo.
Sin embargo, tras los pretextos que se aducen para negar el diálogo -la Constitución, el Estado de Derecho,…- estaría el temor a que con su aceptación se estuviera corriendo el riesgo de acabar siendo devorados por algunas de las tesis de la disidencia ante la poca consistencia democrática del modelo de organización política y social existente. Si imponemos nuestras razones -razones de poder, no de justicia-, somos algo o alguien, pero si no conseguimos imponerlas, nos diluimos, dejamos de ser, como ciudadanos y como país.
En España hay demasiadas cuestiones que se despachan exclusivamente desde la más pura negación. El reciente pleno en el Parlamento -investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno-, ha puesto de manifiesto, una vez más, la incapacidad de la ultraderecha y de la extrema ultraderecha para dejar atrás la irracionalidad, el odio y la visceralidad, y transitar hacia el terreno del debate motivado entre diferentes.
Una de esas cuestiones intocables es la plurinacionalidad del Estado español. Todos los nacionalismos son tribales, anacrónicos y excluyentes, salvo el nacionalismo español. Esta razón
de Estado la expresó muy claramente José Antonio Zarzalejos, exdirector del diario ABC: «Por encima de la verdad está la unidad de España».
El concepto de España como “una unidad de destino en lo universal” o como un territorio llamado a ser, desde la noche de los tiempos, una entidad inmodificable, indisoluble (Artículo 2 de la Constitución española), un invariante planetario, se quedaría en una desmesura fundamentalista
si no fuera porque es muy peligroso. Como dice Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional, los conflictos territoriales forman parte de ese tipo de conflictos por los que la gente mata.
Además, esta cosmovisión supone un desconocimiento histórico considerable. Las organizaciones políticas y sociales las establecen las élites –lo que Marx denominaba la “superestructura”- y las diseñan de tal manera que no resulte fácil alterarlas. Un ejemplo de ello es la Constitución
española, que se redactó para que, en la práctica, no pudiera ser reformada. Esgrimir entonces el argumento de que hay que ir de «la ley a la ley» a la hora de modificar el estatus legal es un sofisma.
Ha sido gracias a la tensión dialéctica entre poder y voluntad popular como la humanidad ha avanzado. De lo contrario, seguiríamos anclados en épocas pretéritas, porque las clases dirigentes nunca tienen la intención de cumplir la condición de ir de «la ley a la ley» cuando las modificaciones de ese estatus legal no les benefician. Esta es la fuerza de la objeción de conciencia y de la desobediencia civil pacífica, oponer la razón ética a la razón de Estado cuando en nombre de esta se vulneran derechos.
Ojalá pudieran alcanzarse consensos sociales desde la ley para mejorarla. Sin embargo, hoy por hoy, eso queda muy lejos. No hay más que ver lo que ha sucedido en la Cumbre sobre el Cambio Climático 2019 de Madrid. Está claro que estamos suicidándonos como especie, pero las grandes potencias prefieren morir matando antes que poner freno a sus ambiciones de poder y dinero.
Los derechos humanos se establecen a través de un proceso lento y complejo de discernimiento a lo largo del tiempo en el que los argumentos de tipo jurídico y la conciencia colectiva universal juegan un papel determinante. Cuando esa conciencia colectiva universal, auxiliada por otros conocimientos, llega a la conclusión, se hace consciente, de que una cuestión de naturaleza humana es un atributo consubstancial, inherente, a las personas y/o a los pueblos, entonces la comunidad internacional la establece como un derecho humano, un derecho que nunca debería ser conculcado por nada ni por nadie.
Hay que ir de los derechos humanos a la ley, no de la ley a los derechos humanos, porque la ley no es un absoluto, sino un regulador de la convivencia. Cuando las sociedades evolucionan y desbordan a las leyes, se escucha a la gente y se cambian las leyes, pero no se hace prevalecer la ley por encima de la conciencia colectiva. De igual manera a lo que sucede cuando el tráfico se hace más denso: se revisan las normas de circulación, se instalan semáforos más avanzados, radares, rotondas,… pero no se obliga a circular con normas pensadas para cuando la intensidad
de tráfico era menor.
El mantenimiento de esta cerrazón, de este empecinamiento por perseverar en posiciones de poder autoritarias y esencialistas, alentado por el adoctrinamiento de la gran mayoría de los medios de comunicación (en manos de las élites), está teniendo como efecto añadido la conformación de una sociedad desinformada e indiferente que, llegado el momento de expresar su opinión en las urnas, se inclina, en un porcentaje muy elevado, por entregar su voto a aquellas
opciones políticas con las que la red de tertulianos y comentaristas subvencionada por el poder le insiste machaconamente día sí y día también.
Esta deriva va a suponerle al Estado español un desgaste enorme y estéril, porque al final, si quiere formar parte de una civilización que contribuya al progreso de la humanidad, no tendrá más remedio que adoptar los modos y maneras propios de una verdadera democracia y dejar de ser lo que ahora es, una democracia tutelada por los mercados financieros, la oligarquía y los jueces.
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