Asumir la perspectiva de quien ha sufrido abusos es una tarea de la que ningún católico puede escapar e implica hacer frente a las preguntas por la naturaleza específica de estos crímenes cometidos en el seno de la Iglesia
La cumbre celebrada en Roma en febrero se propuso, entre otros fines, captar la atención de la opinión pública católica. Todos pudimos escuchar los mismos relatos y tomar conciencia de que no existen excepciones a un problema que es universal y cuya solución pasa por asumir la perspectiva de las víctimas. Esta tarea, de la que ningún católico puede escapar, implica hacer frente a las preguntas por la identidad de las víctimas y sus agresores, por el nombre de los lugares en los que se cometen los abusos, por el impacto que los abusos causan en el cuerpo, la mente y el alma de las víctimas y, en consecuencia, por la naturaleza específica de los abusos cometidos en el seno de la Iglesia católica.
En la práctica totalidad de los casos, las víctimas son niños y niñas, adolescentes, mujeres y hombres bautizados que participan de la vida sacramental de la Iglesia, mantienen con ella una relación de confianza a través de personas de las que se fían y creen en lo que la Iglesia predica. En nuestra Iglesia no se abusa del alejado, sino del más próximo. Por eso los abusos no se cometen en la calle ni en lugares inhóspitos, sino en espacios que las víctimas conocen bien porque en ellos se desarrolla, en un clima de confianza, una parte importante de sus vidas. Los abusos se cometen en despachos parroquiales, universidades e internados católicos, facultades de Teología, seminarios y noviciados, dentro de los templos y los confesionarios, en las sacristías y los despachos de las casas donde se imparten ejercicios espirituales. No se trata de lugares secretos a los que se acude esporádicamente para cometer actos impropios o indebidos, sino de lugares religiosos en los que Dios y el crucifijo siempre están presentes. ¿Hay lugares más seguros para un agresor?
Quienes perpetran sus abusos en esos lugares son hombres y mujeres de Iglesia, bautizados, ordenados, consagrados y laicos que entablan relación con sus víctimas en el ejercicio de una misión pastoral. Los agresores son personas en las que se confía porque representan lo religioso. Nadie desconfía del sacerdote con el que se confiesa, de la religiosa o del religioso que enseñan a rezar, del profesor o profesora de Religión, de la maestra de novicias, del director espiritual del seminario, del catequista, del trabajador social de una parroquia o de la persona consagrada que acompaña un proceso de discernimiento vocacional. Los agresores lo saben. Y por eso, a partir de la relación asimétrica y de confianza que mantienen con sus víctimas, se prevalecen consciente y deliberadamente de la autoridad moral y religiosa que representan para agredir sexual y espiritualmente a quien se ha fiado.
Los abusos sexuales en la Iglesia son abusos de poder y de confianza perpetrados en nombre de lo más sagrado del ministerio pastoral. Los agresores se sirven del nombre de Dios para convencer a sus víctimas de que los abusos no son tales. Nadie que hable y actúe de manera autorizada en nombre de Dios puede cometer un acto malo. Así ellos se descargan de toda culpa, al tiempo que manipulan a sus víctimas para someterlas a base de confusión e incertidumbre.
Más allá del Sexto Mandamiento
No es difícil imaginar el impacto que causan los abusos perpetrados por hombres y mujeres de Iglesia: desconcierto, incertidumbre, soledad, miedo, desconfianza, culpabilidad, sensación de suciedad moral y física, alteraciones del sueño, ansiedad, depresión, intentos de suicidio, auto lesiones, trastornos alimentarios, sexuales y ginecológicos, dolores articulares, corrupción de la imagen de Dios y rechazo de los sacramentos, los lugares sagrados y los símbolos religiosos que los agresores usan para hacer más efectivo su abuso.
Por mucho que queramos engañarnos, no estamos ante un problema moral que pueda resolverse con el recurso a un sexto mandamiento, que se queda corto en su respuesta a la grave perversión que supone el crimen de los abusos sexuales perpetrados en la Iglesia. Reducir los abusos a su expresión sexual, como si de un acto clandestino se tratara, ha sido una salida fácil para esquivar un problema mucho más profundo: la falta de fe. ¿Qué otra explicación puede tener el miedo que nos provocan las historias de dolor que nos relatan las víctimas, la contumaz negativa a tomar decisiones desde su perspectiva o el rechazo a dejarnos vulnerar por su sufrimiento?
Muchas de las víctimas condenadas al infierno por sus agresores, escribió el jesuita Hans Zollner, han conseguido dar un nuevo sentido a la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Negarse a escuchar estos testimonios o cualesquiera otros, duplica el dolor de quienes ya han sufrido demasiado a manos de hombres y mujeres de Iglesia, impide el reconocimiento de la culpa y excluye a quienes han compartido de una manera especial el destino de Jesús (Razón y Fe, 1422). Algo va muy mal en nuestra Iglesia cuando seguimos desconfiando de las víctimas y encubriendo a sus agresores.
María Teresa Compte (publicado en Alfa y Omega)
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