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miércoles, 27 de marzo de 2019

ABUNDAN LOS OBISPOS Y LOS CURAS QUE NO CREEN EN EL DIOS DEL EVANGELIO, CLÉRIGOS DEL INTEGRISMO RANCIO

col castillo

Estamos en vísperas de elecciones generales y, por tanto, a las puertas de un mes decisivo. Una vez más, como siempre ocurre en estos casos, la gente centra su atención en los políticos. Cada cual, como es lógico, pensando que la solución de los problemas que nos abruman está en manos de los gobernantes que a cada cual le convienen, según sus intereses, sus ideas o sus carencias más apremiantes.
En estos casos, como es bien sabido, opinan los políticos, los periodistas y otras gentes, los que saben o creen saber de estas cosas. En una situación, como la que estamos viviendo, ¿tiene algo que decir la religión? Por supuesto, tiene mucho que decir. No olvidemos que religión y política son dos factores importantes en la vida, en la suerte o la desgracia de la sociedad, de los pueblos y de la gente. Y pienso que la religión, incluso con la crisis que arrastra, sigue siendo más importante de lo que muchos se imaginan para resolver o agravar los enormes problemas que plantea la política.
Política: de Juan Bautista a Pilatos
Pues bien, así las cosas, en los evangelios hay dos relatos que son especialmente elocuentes en lo que se refiere a las relaciones entre religión y política. Me refiero a la degollación de Juan Bautista (Mc 6, 14-29; Mt 14, 1-12; Lc 9, 7-9) y al asesinato de los galileos que mató Pilatos cuando estaban ofreciendo un sacrificio religioso (Lc 13, 1-5). Lo notable es que, en ambos casos, Jesús no protestó por aquellos delitos políticos tan horribles y tan injustos. ¿Es que Jesús fue cobarde? ¿Fue aquello un silencio cómplice?
En el caso de Juan Bautista, Jesús no dijo ni palabra contra Herodes. Y cuando Pilatos mató a los galileos, en vez de denunciar en público la canallada que había cometido aquel político sinvergüenza, Jesús le dijo a la gente: “Si no cambiáis de mentalidad” (“metanoête”), todos vais a perecer lo mismo” (Lc 13, 3). Pero, ¿a qué venía semejante advertencia? ¿en qué o por qué se tenían que “convertir” (cambiar la mentalidad) y modificar su vida y su conducta aquellas pobres gentes, que estaban oyendo a Jesús? ¿No habría sido más lógico y más razonable decirle a la gente que era necesario y urgente enfrentarse a aquellos políticos desvergonzados y asesinos?
Está claro que Jesús no pensaba así. Es decir, Jesús estaba convencido de que la sociedad no se arregla por el solo hecho de decirle a la gente que los gobernantes son unos ineptos, unos embusteros o incluso unos canallas. Lo que cambia de verdad la sociedad es el cambio de los ciudadanos en sus convicciones y, sobre todo, en su forma de vivir y en sus costumbres.
Los evangelios son elocuentes precisamente en este asunto capital. No puede ser mera casualidad que, en los tres evangelios sinópticos, después de relatar el crimen de Herodes (cuando mandó degollar a Juan Bautista), no se hace mención de denuncia alguna por parte de Jesús. Lo que viene a continuación de la comilona de Herodes y el asesinato del Bautista, es precisamente el episodio de la multiplicación de los panes (Mc 6, 30-44; Mt 13, 13-21; Lc 9, 10-17). El Evangelio es elocuente y va derecho al fondo del problema: la sociedad no cambia por el solo hecho de cambiar sus gobernantes. La sociedad se arregla cuando los ciudadanos, en lugar de odiarse y enfrentarse los unos a los otros, comparten entre ellos, en plano de igualdad, lo que son y lo que tienen.
El Evangelio, una enorme utopía
Por supuesto, todos sabemos que esto es un proyecto utópico. Y el Evangelio entero es una enorme utopía. Pero entonces la cuestión que se nos plantea es si los cristianos creemos o no creemos en el Evangelio. No olvidemos nunca esto: “El Evangelio, el mensaje redentor, nos sale al encuentro en Jesús y sólo en él. Pero el Dios del que habla Jesús tiene que ser diferente del dios creador. Es el Dios de la pura bondad, del perdón y de la no violencia, un Dios del que el mundo nunca había oído hablar” (Thomas Ruster).
Este es el Dios del que el papa Francisco no se cansa de hablar. La pena y la desgracia es que abundan los obispos y los curas que no creen en el Dios del Evangelio. Clérigos del integrismo rancio, que se sienten seguros con los privilegios del populismo intolerante de hace un siglo, que, con su sombra alargada, hace llegar hasta nosotros las dignidades y poderes de la Iglesia de antaño, aunque eso se consiga a costa de que las nuevas generaciones no quieran ni oír hablar de la Iglesia y del clero que tenemos ahora, cuando más necesitamos al Dios del Evangelio.   

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