Lc 6, 39-45
El texto de hoy nos sitúa en el mismo escenario en el que Jesús había proclamado las bienaventuranzas. El maestro está enseñando a un amplio grupo de seguidoras y seguidores buscando despertar en ellas y ellos la radicalidad que pide el Reino de Dios, sin falsos orgullos ni aparentes perfecciones sino desde una vida que se sabe sostenida por las buenas manos de Dios y abierta a la bondad, al encuentro y la solidaridad.
La enseñanza de Jesús que leemos este domingo había comenzado un poco antes con una afirmación tajante: No juzguéis y Dios no os juzgará, no condenéis y Dios no os condenará (Lc 6, 37). Después de la propuesta de la Bienaventuranzas y su contrario en los ayes contra quienes están llenos de honores, riqueza y poder, Jesús va desgranando una serie de afirmaciones que orientan el discipulado al que convoca, pero también advierten de las trampas que en las que se puede caer cuando alguien se cree en el buen camino.
En el discurso se encadenan una serie de sentencias que ponen en guardia contra quienes viven autorreferenciados y consideran que solo ellos tienen la verdad.
Jesús muchas veces se indigna cuando fariseos y escribas hacen alarde de una clara visión de la ley, situándose en un plano superior a los demás y sin capacidad de ver más allá de su orgullo. Su actitud se muestra tan ridícula como el ver guiar un ciego a otro ciego.
En la antigüedad los maestros eran muy apreciados y con frecuencia los jóvenes con medios se ponían bajo la dirección de un maestro reconocido que los acompañaba y les enseñaba hasta que adquirían los conocimientos necesarios para ser ellos mismos formadores de otros. El respeto a quien te había transmitido los conocimientos era un rasgo de honorabilidad que mostraba la calidad del discípulo. Por eso Jesús va a afirmar que ningún discípulo es más que su maestro. Querer ponerse por encima de su maestro demostraba orgullo y desconsideración. Por eso en la comunidad del Reino nadie es superior a nadie porque todos y todas han de ser hermanos y hermanas, hijos e hijas de un mismo Padre/Madre Dios.
Quien se siente perfecto/a y mira los errores o límites de otro/a con condescendencia es para Jesús un/una hipócrita porque está tan pendiente de ver la mota en el ojo del hermano o la hermana que ignora la viga que hay en el suyo. Hipócrita es aquel o aquella tan ocupado demostrar que cumple las normas y en velar por que se cumplan que es incapaz de ver sus propios errores.
En estos días hemos estado recibiendo mucha información relativa a la “cumbre anti-abusos” celebrada en el Vaticano. Los testimonios de las víctimas y las reflexiones y propuestas que las y los diferentes relatores que hablaron ante la asamblea hacen las enseñanzas de Jesús, que se leen este domingo, especialmente actuales. Vivimos un momento tremendamente difícil para la credibilidad de la Iglesia, pero sobre todo asistimos con impotencia al desvelamiento de tantos falsos maestros y guías que no solo veían la mota en el ojo ajeno, sin reconocer la viga que cegaba su mirada, sino que se creían más que el Maestro haciéndose dueños de las vidas de niños y niñas, de jóvenes y mujeres sin respeto a su dignidad y la sacralidad de su vida.
Jesús nos recuerda por último que “no se cosechan higos de las zarzas ni se vendimian uvas de los espinos”, que “por los frutos se distingue cada árbol”. Metáforas agrícolas que inciden de nuevo en la necesidad de tomarse en serio la pertenencia a la comunidad del Reino y no basta con la intención; es necesario fortalecer la bondad de nuestro corazón, es necesario vestirnos de misericordia y no de preceptos… porque de lo que rebosa el corazón habla la boca.
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