Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Redes Cristianas
España, vista como ese punto del sur del continente europeo donde habitan pueblos en territorios de muy diferente sensibilidad y mentalidad, pudiera ser un lugar apasionante digno de estudio. Y no puede extrañar, por tanto, que algunos hispanistas del siglo XX que han tratado de desmontar la Leyenda Negra se maravillen de su fiesta y sus costumbres, valoren la naturaleza extraordinaria propia de un subcontinente y saluden a tanta insigne individualidad en la historia del arte, de la ciencia, de la invención y de los descubrimientos.
Todo ello, más allá de una bandera con un emblema reciente y un himno nacional para el que a pesar de la larga historia del país, todavía no hay consenso a la hora de elegir una letra digna musical… Pero desmontar la Leyenda Negra cuyo origen unos sitúan en Inglaterra y los Países Bajos, y otros en Italia, no es tarea fácil. Pues, por distintos conductos verificables, cuando el español se encuentra en ventaja, su insolencia, su soberbia y llegado el caso su crueldad son insoportables. Y cuando se ve reducido por la circunstancia a su verdadera dimensión, es mezquino y adulador, un cobarde cuya afición a las conjuras y traiciones sólo es inferior a su incapacidad para llevarlas a buen término.
Sin embargo analizado el asunto a vista de pájaro, es proverbial que las gentes en su conjunto que viven en España son abiertas de carácter, campechanas, inteligentes, avispadas, comunicadoras, solidarias y generosas. Pero, por otro lado, millones de esas mismas gentes no tienen escrúpulos en elegir a sus verdugo; malhechores; que saquearon al país durante al menos dos décadas, se valieron de normas de hace casi dos siglos y promulgaron otras que han ido dando lugar a sucesivos dramas del abandono de la vivienda que habitaban decenas o centenares de miles de personas. Lo que da mucho que pensar sobre la verdadera inteligencia colectiva de la población española, sobre su sensibilidad y sobre su aptitud para elegir a los individuos más capaces que les gobiernen. Es por ello que España es desconcertante. Cualquier situación por disparatada, esperpéntica o falta de lógica que sea, puede suceder.
Y aunque son muchos sus atractivos, sus riquezas naturales, su variedad monumental y artística y un clima aún templado que invita a vivir, que favorece la imaginación y facilita la desenvoltura en el trato social, a veces da la impresión de que más que por todo eso España atrae al mundo como anomalía de un público laboratorio social. Pues las singularidades, los excesos, las extravagancias y las contradicciones centrifugadas en un matraz de mentalidades incompatibles, están siempre en las cabeceras de la noticia. Donde además las tensiones y enfrentamientos por la cuestión territorial son habituales. Lo que vuelve a decir muy poco a favor de la inteligencia colectiva del español para resolver problemas de largo alcance y hondo calado. Pues si en lugar de predominar o dominar en la sociedad toda (la económica, la financiera, la empresarial, la judicial y la mediática) las clases que fueron caldo de cultivo de la dictadura, empeñadas en la “una grande y libre” -divisa de la dictadura-, ellas mismas propiciasen el autogobierno de los distintos territorios, se abrirían de par en par las puertas a la estabilidad social y con ella la prosperidad…
Porque la Leyenda Negra podrá estar fundamentada o no. Pero lo cierto es que la condición personal de quienes han detentado u ostentado el poder político, judicial, militar, policial, empresarial y financiero, es bien diferente de la condición personal de quienes han tenido que soportarles. Razón por la que el divorcio entre gobernantes y súbditos o gobernados ha sido una constante en la vida pública de este país, y siempre escandalosa. Por lo que si la Leyenda Negra tiene mucho o poco de inexacta o de imprecisa debiera, por encima de toda otra consideración, intentar desmontarse a partir de la distinción entre la culpabilidad de los gobernantes y los dueños de hecho de España, y la responsabilidad de los ciudadanos, títeres en manos del absolutismo monárquico, antes, y de la dictadura después. Sin embargo esa distinción no la hacen ni los propagadores de la Leyenda Negra ni quienes la rebaten. La metonimia (figura retórica que consiste en tomar el todo por la parte o la parte por el todo) siempre está presente. Sea como fuere, no puede pasarse por alto el dato incontestable de que el absolutismo monárquico, que en Inglaterra puede decirse que termina en el siglo XIII y en Francia se liquida con la Revolución Francesa y cuyos efectos alcanzaron a la mayoría de los demás países europeos… en España duró hasta bien entrado el siglo XIX y, prácticamente a renglón seguido, le sucedió una dictadura. Por consiguiente, la mayor parte de su historia los españoles han sido súbditos, no ciudadanos…
Pues desde el propósito de los Reyes Católicos de compactar en una sola nación a España, dejando atrás a los los reinos de Taifas, y salvo alguna excepción, el resto de los personajes que han encarnado el poder político en España han sido en general nefastos. Unas veces por la indudable influencia de la iglesia católica, otras por la inercia y la pujanza de los poderes fácticos, otras por su debilidad, otras por su incompetencia, y siempre porque despreciaron la voluntad popular. Aunque tampoco hay que desdeñar la estampa frecuente en el “buen español”, ese que fácilmente se transforma cuando tiene alguna clase de poder; ése cuyas nobles cualidades las pierde en cuanto se ve a sí mismo con una gorra, con un uniforme, con una toga o con un traje talar. Pero en todo caso, si la Leyenda Negra es merecida, no será por culpa del pueblo español sino por la baja estofa de sus gobernantes en quienes la prudencia, la virtud política por antonomasia, siempre ha brillado por su ausencia en las decisiones que tomaron. Lo que ha impedido enlazar a España con los caminos que han tomado en su historia los principales países de la Europa que nos atañe. Y si algún gobernante lo ha intentado, ha durado muy poco tiempo al frente de la empresa. Por consiguiente, la conclusión es que si el pueblo español y sus virtudes tienen un valor humanísticamente estimable, sus reyes, sus gobernantes y sus caciques han sido una calamidad a la que se añaden la fácil sumisión de sus habitantes y la ya reseñada escasa inteligencia colectiva…
En cierto modo todo esto puede explicar en términos propositivos antropológicos que también a la Comunidad Económica Europea le convino la incorporación de España en 1985. Por razones económicas, pero también por otras variadas, alguna de ellas de extraña índole… De entrada era un estado democrático recién nacido casi de la noche a la mañana, incipiente desde el punto de vista político, pero también desde el económico y el diplomático. Por de pronto se convertía en un potente señuelo para los bancos y finanzas europeas como suculento prestatario y futuro deudor. Por otra parte, al serle recortadas severamente su industria y ganadería se hacía también de él un Estado excesivamente dependiente, y al mismo tiempo se le convertía en una colosal taberna, en un recoleto café cantante y en un paraíso semi bananero, barato y al alcance de la mano. Pero es que además, al ser un lugar donde abunda la bravuconería, donde siguen más o menos enterrados los rencores resultantes de una guerra civil, y donde lucen las excentricidades políticas entre absurdas e infantiles, harían de él para una Europa espectadora de excepción, un permanente y jocoso espectáculo sociológico de primera categoría…
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