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miércoles, 27 de febrero de 2019

El pueblo español y sus gobernantes

Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Redes Cristianas
España, vista como ese punto del sur del continente europeo donde habitan pueblos en territorios de muy diferente sensibilidad y menta­lidad, pudiera ser un lugar apasionante digno de estudio. Y no puede extrañar, por tanto, que algunos hispanistas del siglo XX que han tratado de desmontar la Leyenda Negra se maravillen de su fiesta y sus costumbres, valoren la naturaleza extraordinaria pro­pia de un subcontinente y saluden a tanta insigne individuali­dad en la historia del arte, de la ciencia, de la invención y de los descubri­mientos.
Todo ello, más allá de una bandera con un em­blema re­ciente y un himno nacional para el que a pesar de la larga historia del país, todavía no hay consenso a la hora de elegir una letra digna musical… Pero desmontar la Leyenda Negra cuyo ori­gen unos sit­úan en Inglaterra y los Países Bajos, y otros en Italia, no es tarea fácil. Pues, por distintos conductos verificables, cuando el español se encuentra en ventaja, su insolencia, su soberbia y llegado el caso su crueldad son insoportables. Y cuando se ve reducido por la cir­cunstancia a su verdadera dimen­sión, es mezquino y adulador, un co­barde cuya afición a las conju­ras y traiciones sólo es inferior a su incapacidad para llevar­las a buen término.
Sin embargo analizado el asunto a vista de pájaro, es proverbial que las gentes en su conjunto que viven en España son abiertas de carácter, campechanas, inteligentes, avispadas, comunicadoras, so­lidarias y generosas. Pero, por otro lado, millones de esas mis­mas gentes no tienen escrúpulos en elegir a sus verdugo; malhecho­res; que saquearon al país durante al menos dos déca­das, se valieron de normas de hace casi dos siglos y promulgaron otras que han ido dando lugar a sucesivos dramas del abandono de la vivienda que habitaban decenas o centenares de miles de per­sonas. Lo que da mu­cho que pensar sobre la verdadera inteligen­cia colectiva de la po­blación española, sobre su sensibili­dad y sobre su aptitud para ele­gir a los individuos más capaces que les gobiernen. Es por ello que España es desconcertante. Cual­quier situación por disparatada, esperpéntica o falta de lógica que sea, puede suceder.
Y aunque son muchos sus atractivos, sus riquezas naturales, su variedad monu­mental y artística y un clima aún templado que invita a vivir, que fa­vorece la imaginación y faci­lita la desenvoltura en el trato social, a veces da la impresión de que más que por todo eso España atrae al mundo como ano­malía de un público laboratorio social. Pues las singularidades, los excesos, las extravagancias y las contradiccio­nes centrifuga­das en un matraz de mentalidades incompatibles, están siempre en las cabeceras de la noticia. Donde además las ten­siones y enfren­tamientos por la cuestión territorial son habitua­les. Lo que vuelve a decir muy poco a favor de la inteligencia colec­tiva del español para resolver problemas de largo alcance y hondo calado. Pues si en lugar de predominar o dominar en la socie­dad toda (la econó­mica, la financiera, la empresarial, la judi­cial y la mediática) las cla­ses que fueron caldo de cultivo de la dicta­dura, empeñadas en la “una grande y libre” -divisa de la dicta­dura-, ellas mismas propi­ciasen el autogobierno de los distintos te­rritorios, se abrirían de par en par las puertas a la estabilidad social y con ella la prospe­ridad…
Porque la Leyenda Negra podrá estar fundamentada o no. Pero lo cierto es que la condición personal de quie­nes han detentado u os­tentado el poder político, judi­cial, militar, policial, empresarial y fi­nanciero, es bien diferente de la condición personal de quienes han te­nido que soportarles. Razón por la que el divorcio entre go­bernan­tes y súbditos o gobernados ha sido una cons­tante en la vida pública de este país, y siempre escanda­losa. Por lo que si la Le­yenda Negra tiene mu­cho o poco de inexacta o de imprecisa de­bi­era, por en­cima de toda otra consideración, intentar desmontarse a partir de la distinción entre la culpabilidad de los go­ber­nantes y los dueños de hecho de España, y la res­ponsabili­dad de los ciudada­nos, títeres en manos del ab­solutismo monár­quico, antes, y de la dic­tadura des­pués. Sin embargo esa distin­ción no la hacen ni los pro­pagadores de la Leyenda Negra ni quie­nes la reba­ten. La metoni­mia (figura retórica que consiste en to­mar el todo por la parte o la parte por el todo) siempre está pre­sente. Sea como fuere, no puede pasarse por alto el dato incontesta­ble de que el absolu­tismo monár­quico, que en Inglate­rra puede decirse que termina en el siglo XIII y en Francia se li­quida con la Revolución Francesa y cuyos efectos alcanzaron a la mayoría de los demás países euro­peos… en España duró hasta bien entrado el siglo XIX y, práctica­mente a renglón se­guido, le su­cedió una dictadura. Por consi­guiente, la ma­yor parte de su histo­ria los españoles han sido súbdi­tos, no ciudadanos…
Pues desde el propósito de los Reyes Católicos de com­pactar en una sola nación a España, dejando atrás a los los reinos de Taifas, y salvo alguna excepción, el re­sto de los personajes que han encar­nado el poder polí­tico en España han sido en general nefas­tos. Unas veces por la indudable influencia de la iglesia católica, otras por la inercia y la pujanza de los poderes fácticos, otras por su debili­dad, otras por su incompetencia, y siempre porque despreciaron la voluntad popular. Aun­que tampoco hay que desde­ñar la estampa frecuente en el “buen español”, ese que fácil­mente se transforma cuando tiene alguna clase de poder; ése cu­yas nobles cualidades las pierde en cuanto se ve a sí mismo con una gorra, con un uniforme, con una toga o con un traje talar. Pero en todo caso, si la Leyenda Negra es mere­cida, no será por culpa del pueblo espa­ñol sino por la baja estofa de sus gobernan­tes en quienes la pruden­cia, la virtud política por antonomasia, siempre ha brillado por su au­sencia en las decisiones que toma­ron. Lo que ha impedido enla­zar a España con los caminos que han tomado en su historia los prin­cipales países de la Eu­ropa que nos atañe. Y si algún gober­nante lo ha inten­tado, ha durado muy poco tiempo al frente de la em­presa. Por consiguiente, la conclu­sión es que si el pue­blo espa­ñol y sus virtudes tienen un valor humanística­mente estimable, sus reyes, sus gobernantes y sus caci­ques han sido una calamidad a la que se añaden la fácil sumi­sión de sus habitantes y la ya reseñada es­casa inteli­gencia colec­tiva…

En cierto modo todo esto puede explicar en términos propositivos antropológicos que también a la Comunidad Econó­mica Europea le convino la incorporación de España en 1985. Por razones económi­cas, pero también por otras variadas, alguna de ellas de extraña índole… De entrada era un estado democrático re­cién nacido casi de la noche a la mañana, incipiente desde el punto de vista político, pero también desde el económico y el di­plomático. Por de pronto se convertía en un potente señuelo para los bancos y finanzas euro­peas como suculento prestatario y fu­turo deudor. Por otra parte, al serle recortadas severamente su in­dustria y ganadería se hacía tam­bién de él un Estado excesiva­mente dependiente, y al mismo tiempo se le convertía en una colo­sal taberna, en un recoleto café cantante y en un paraíso semi bananero, barato y al alcance de la mano. Pero es que además, al ser un lugar donde abunda la bravuco­nería, donde siguen más o menos enterrados los rencores re­sultantes de una guerra civil, y donde lucen las excentricidades políticas entre absurdas e infantiles, harían de él para una Europa es­pectadora de excepción, un permanente y jocoso espectáculo so­ciológico de primera cate­goría…

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