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miércoles, 16 de enero de 2019

LA DESAUTORIZACIÓN DE LA JERARQUÍA EN MORAL SEXUAL ES ENORME

col costa

La llegada del Papa Francisco al pontificado ha tenido un impacto evangélico enorme. Sus palabras y gestos indican de un modo inequívoco en qué consiste el Evangelio. Como latinoamericano celebro que haya apernado al más alto nivel la opción por los pobres que ha caracterizado a nuestra Iglesia. Pero temo que dentro de poco Francisco no podrá ya enfrentar asuntos decisivos, pendientes de resolver en la Iglesia universal. Me detengo en uno solo.
Se cumplieron 50 años de la promulgación de Humanae vitae, la encíclica que prohibió la contracepción, y no pasó nada. La institución eclesiástica no ha innovado en su doctrina sobre la sexualidad en un punto decisivo para enseñar con autoridad. ¿No pasó nada? Sí pasó: se hizo aún más profunda la incomunicación entre la jerarquía y el pueblo de Dios. Pues, imperceptiblemente, la desautorización de la jerarquía en materias de moral sexual es enorme. Hoy es total, o casi.
Los últimos cuatro papas -saquemos a Juan Pablo I- han mantenido una doctrina que nadie puede decir que haya sido recibida o aceptada por el Pueblo de Dios. Las informaciones previas al Sínodo sobre la familia (2015) indican que el 90 % de los católicos aproximadamente cree que se trata de una enseñanza equivocada. Algunos ni siquiera saben que existe y usan medios contraceptivos como quien toma decisiones responsables en su vida. En la actualidad los matrimonios no se complican con Humanae vitae. No por esto debe olvidarse tan rápidamente el daño que esta encíclica produjo en las católicas los años siguientes a 1968. Esta doctrina dinamitó la capacidad de las mujeres de decidir en conciencia cómo podían ellas, con, y a menudo sin sus maridos, hacerse cargo de los niños que habrían de educar. Muchas se fueron. Otras dejaron de confiar en el magisterio.
Humanae vitae, además de constituir un problema irresuelto -como bien opina Charles Curran en un artículo reciente (Theological Studies 79 (3) 2018)-, constituye el dique que impide a la jerarquía eclesiástica cambiar su enseñanza a propósito de otros temas de moral sexual. Si la encíclica prohíbe el uso de preservativos dentro del matrimonio y solo acepta actos sexuales abiertos a la procreación, ¿cómo pudiera orientar la vida de personas homosexuales, de los jóvenes que no toman la decisión de casarse antes de convivir, de gente que eventualmente puede trasmitir el Sida y otras situaciones? Hasta aquí ha sido pueril de parte de los obispos y sacerdotes dar autorizaciones ad casum o ad personam. Ellos se han atribuido a veces la responsabilidad de interpretar la encíclica o de saltársela simplemente, eximiendo a los católicos del deber que solo ellos tienen de discernir sus elecciones en conciencia.
¿Es posible que la Iglesia cambie su doctrina? Por supuesto que sí. Lo ha hecho. El Concilio Vaticano II innovó, por ejemplo, en materia de libertad religiosa. Desde entonces la Iglesia ha tomado iniciativas de tolerancia en diversas partes del mundo, anunciando por doquier que Dios puede expresarse en las culturas y religiones más distintas, y que el cristianismo, en los hechos, no es mejor que ninguna. Los tiempos cambian y la doctrina debe ajustarse a las nuevas culturas pues, de lo contrario, no habrá cómo anunciarles el Evangelio.
¿Por dónde comenzar? Primero, habría que desenterrar las obras de los moralistas que en su momento fueron sancionados. No se trata de rehabilitar sus nombres. Hicieron su trabajo intelectual por amor a la Iglesia y no por vanagloria. Segundo, habría que encontrar en la teología de los signos de los tiempos el fundamento teórico para entender que la revelación es histórica, lo cual obliga a escuchar el habla de Dios en los nuevos acontecimientos, especialmente en la experiencia de los católicos que asumen seriamente su vida afectivo-sexual. La superación de Humanae vitae depende, ante todo, de que la institución eclesiástica aprenda de la Iglesia.

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