LEONARDO BOFF
Cada uno de nosotros tiene la edad del universo que son 13.730
millones de años. Todos estábamos virtualmente juntos en aquel puntito,
más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero repleto de energía y de
materia. Ocurrió la gran explosión, y generó las enormes estrellas rojas
dentro de las cuales se formaron todos los elementos físico-químicos
que componen el universo y todos los seres que lo forman. Somos hijos e
hijas de las estrellas y del polvo cósmico. Somos también la porción de
la Tierra viva que ha llegado a sentir, a pensar, a amar y a venerar.
Por nosotros la Tierra y el universo sienten que forman un gran Todo. Y
nosotros podemos desarrollar la conciencia de esa pertenencia.
¿Cuál es nuestro lugar dentro de ese Todo? Más inmediatamente, ¿dentro
del proceso de la evolución? ¿Dentro de la Madre Tierra? ¿Dentro de la
historia humana? No nos es dado saberlo todavía. Tal vez será la gran
revelación cuando hagamos el paso alquímico de este lado de la vida
hacia el otro. Ahí, espero, todo quedará claro y nos sorprenderemos,
porque todos estamos umbilicalmente interrelacionados, formando la
inmensa cadena de los seres y el tejido de la Vida. Caeremos, así lo
creo, en los brazos de un Dios-Padre–y-Madre, de infinita misericordia
para quien la necesita por causa de sus maldades, y en un abrazo amoroso
eterno para los que se orientaron por el bien y por el amor. Después de
pasar por la clínica de Dios-misericordia, los otros vendrán también.
Yo de niño de pocos meses estaba condenado a morir. Cuenta mi madre, y
las tías siempre lo repetían, que yo tenía “el macaquiño”, expresión
popular para la anemia profunda. Todo lo que ingería, lo vomitaba. Todos
decían en dialecto véneto: “poareto, va morir”: “pobrecito, va a
morir”.
Mi madre, desesperada, y a escondidas de mi padre que no creía en esas
cosas, fue a la rezandera, a la vieja Campañola. Ella hizo sus rezos y
le dijo: “dele un baño con estas hierbas y después de hacer el pan en el
horno, espere hasta que esté tibio y meta a su hijito dentro”. Eso fue
lo que hizo mi madre Regina. Me puso sobre la pala de sacar el pan
horneado y me metió dentro. Y me dejó allí un buen rato.
Y ocurrió una transformación. Al sacarme del horno empecé a llorar,
decían, y a buscar el pecho para chupar la leche materna. Después, mi
madre, masticaba en su boca algunas comidas más fuertes y me las daba.
Empecé a comer y a fortalecerme. Sobreviví. Y aquí estoy, oficialmente
viejo, con 80 años cumplidos.
Pasé por varios peligros que podrían haberme costado la vida: un avión
DC-10 en llamas rumbo a Nueva York; un accidente de automóvil contra un
caballo muerto en la carretera que me rompió todo; un clavo enorme que
cayó sobre mi frente cuando estudiaba en Múnich, que podría haberme
matado si hubiera caído sobre mi cabeza; en los Alpes caí en un valle
profundo cubierto de nieve y unos campesinos bávaros, viéndome con el
hábito oscuro y que me hundía cada vez más, me sacaron con una cuerda. Y
otros.
Norberto Bobbio me concedió el título de doctor honoris causa en
política por la Universidad de Turín. Entendió que la teología de la
liberación había realizado una contribución importante al afirmar la
fuerza histórica de los pobres. El asistencialismo clásico o la mera
solidaridad, manteniendo a los pobres siempre dependientes, es
insuficiente. Ellos pueden ser sujetos de su liberación, cuando
concientizados y organizados. Superamos el para los pobres, insistimos en el caminar con los pobres, siendo ellos los protagonistas, y quien pueda y tenga ese carisma viva como los pobres, como lo hicieron tantos, como Dom Pedro Casaldáliga.
Recuerdo que comencé mi discurso de agradecimiento al título, concedido
por esa notable figura que es Norberto Bobbio, diciendo: “vengo de la
piedra lascada, del fondo de la historia, cuando a duras penas teníamos
medios para sobrevivir. Mis abuelos italianos y mi familia desbravaron
una región deshabitada y cubierta de pinares, Concórdia, en los confines
de Santa Catarina. Ellos tuvieron que luchar para sobrevivir. Muchos
murieron por falta de médicos. Después fui subiendo en la escala de la
evolución: los 11 hermanos estudiaron, hicieron la universidad, yo pude
terminar mis estudios en Alemania. Ahora estoy aquí en esta famosa
universidad”. Y a pedido de Bobbio, hice un resumen de los propósitos de
la Teología de la Liberación, que tiene como eje central la opción por
los pobres contra su pobreza y a favor de la justicia social. Di muchos
cursos por todo el mundo, escribí bastante, enjugué lágrimas y mantuve
fuerte la esperanza de militantes que se frustraban con los rumbos de
nuestro país.
¿Cuál será mi destino? No lo sé. Tomé como lema el que era de mi padre,
que lo vivía: “quien no vive para servir, no sirve para vivir”. A Dios
la última palabra
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