José M. Castillo, teólogo
Fuente: Teología sin censura
Nadie pone en duda que Monseñor Romero fue un obispo ejemplar. Tan ejemplar que cuanto más se va conociendo su vida, más se le aprecia y más se le admira. Esto es lo más claro y lo más seguro que puedo afirmar, después de los 17 años que fui profesor de Teología en la UCA, la Universidad que tienen los jesuitas en El Salvador (CA).
Yo no conocí a Romero. Porque cuando empecé a ir a Centro América, hacía ya nueve años que a él lo habían matado. Pero su recuerdo estaba entonces – y sigue ahora – tan vivo en el pueblo, en la gente, que todo el mundo habla de él. Sin duda alguna, Monseñor Romero es el salvadoreño más universal, que ha regalado aquel entrañable país a la Iglesia y al mundo.
Ahora, cuando el papa Francisco lo propone como ejemplo de creyente y de obispo, se recuerdan sus mejores ejemplos de vida y de fidelidad al Evangelio. Pero, en la vida de un hombre como Romero, siempre hay datos y detalles que nadie se imagina. Romero fue un santo. Pero, antes que un santo, fue un ser humano, profundamente humano. Y eso es lo que quiero recordar aquí.
Cuando el domingo 23 de marzo de 1980, el arzobispo Romero dijo en su homilía de la catedral de San Salvador: “¡En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”. Con estas palabras, Romero firmó su sentencia de muerte.
Aquel mismo domingo, por la tarde, un sacerdote – que pasados los años me lo contó – fue a ver a Monseñor Romero. El arzobispo estaba solo, en la pequeña casita que le habían dejado en “El Hospitalito”. El cura, que me contó esta escena, se encontró a Romero solo y emocionalmente “hundido”. Sus palabras fueron pocas y tremendas: “Tengo miedo, mucho miedo. Me van a matar. Y yo no quiero morir, porque amo la vida. Lo peor de todo es que me cuesta mucho rezar… No siento a Dios”.
El sacerdote que oyó estas palabras, intentó decirle algo, que pudiera dar aliento al arzobispo en “su Getsemaní”. Le pidió que insistiera en la plegaria. Y que intentara descansar. A la mañana siguiente, el mismo sacerdote volvió a ver a Romero. Había podido dormir un rato. Y estaba más animado. El final fue aquella misma tarde. Ya lo conocemos.
La Biblia nos dice que Jesús tuvo miedo antes de morir. Y “ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia” (Heb 5, 7). Identificarse con el destino de los peor tratados por la vida es duro, muy duro. Y nadie se escapa de semejante destino. Si es que se toma en serio, y con todas sus consecuencias, el anhelo de justicia, que puede hacer más soportable este mundo. En esto consiste el centro del cristianismo, que no es una Religión. Es un “proyecto de vida”, que consiste en la lucha y el dolor por aliviar el sufrimiento que lleva consigo la vida.
Y que nadie me diga que esto es quedarse en la tierra, negando el cielo. Nada más – y nada menos – que Inmanuel Kant lo dejó dicho en una frase lapidaria: “La praxis ha de ser tal que no se pueda pensar que no existe un más allá”. Si esto se acepta de verdad y se integra en nuestras vidas, terminaremos gritando y con lágrimas. Pero eso será el precio de un mundo más humano, que nos abre la esperanza al más allá.
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