Atilio Boron
Nadie en su sano juicio, o actuando de buena fe, puede ignorar que la crisis en Nicaragua fue precipitada por múltiples factores. Varios de ellos endógenos; otro, exógeno pero crucial: el gobierno de Estados Unidos. Entre los primeros sobresalen la errónea lectura de la coyuntura local e internacional unida a graves desaciertos prácticos del gobierno de Daniel Ortega. Esto culminó en una violenta represión ante las primeras protestas poniendo en marcha un espiral de confrontaciones cuyo destino final no es difícil de pronosticar. Si fracasan los diálogos de paz esta crisis pudiera dar lugar a un “empate catastrófico” de fuerzas cuyo desenlace suele resolverse, como lo enseña la historia, mediante una guerra civil en la cual uno de los bandos impone su voluntad sobre el otro. Lo anterior resume el juego de agentes y procesos de naturaleza eminentemente doméstica en la crisis. Pero, como advertíamos al comienzo, tras el humo, la sangre y la confusión de las “trancas” y los enfrentamientos se mueve, sigilosa pero eficazmente, quien sin dudas es el principal actor de esta tragedia: la Casa Blanca.
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