Cristo y los espárragos, los virus y las bacterias, los ajos tiernos y las habas, todo resucita esta mañana de gloria. Las golondrinas vuelven, las torcaces pasan, el caracolillo se pega a la carena de los barcos, el pulgón de los rosales realiza la primera escalada hacia la belleza, la flor de los cerezos desafía a la nieve en el deshielo, los insectos hierven en las charcas, las semillas después de pudrirse germinan, el trigo ensaya el primer verde oleaje.
Toda la naturaleza celebra la fiesta de la resurrección, de modo que sal del sepulcro de todos los días, levántate y anda. O más bien, huye, porque hoy la huida es la única forma de salvación.
Creer que mientras vives no estás muerto es solo una bella suposición, puesto que mucha gente muere antes de morir y no se da cuenta. He aquí algunas pruebas inapelables.
Si de madrugada, despierto en la cama, estiras una pierna hacia el lado fresco de la sábana y no sientes placer, es que estás muerto.
Si al abrir los ojos descubres que está el sol en la ventana y no concibes que ese es un milagro que se repite cada mañana exclusivamente en tu honor, es que estás muerto.
Si no agradeces que la brisa de primavera infle los visillos y llene tu habitación de un aroma de mar, es que estás muerto.
Si pese a todo, persistes en enterarte de las noticias que llenan de basura moral el mundo y las prefieres al aroma de café que te llega de la cocina, es que estás muerto.
Bosteza, ráscate la espalda por debajo del pijama y prepárate para el examen ante el espejo del cuarto de baño. Si ese espejo, que lo sabe todo de ti, no te absuelve, es que estás muerto.
En la forma de partir el pan reconocieron al Maestro resucitado sus discípulos en el camino de Emaús. Prueba a compartir una agradable sobremesa con los amigos y si ignoras que la inmortalidad está en el fondo de ese placer, vuelve al sepulcro.
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