Es cosa bien sabida que el papa Francisco es un hombre discutido. Tiene admiradores y detractores. Gente que le admira y le quiere. Como hay gente que le desprecia y hasta le odia. Además, la impresión más generalizada es que la mayoría de los admiradores se encuentran en las clases populares, mientras que los detractores son, más bien, clérigos de todos los niveles, personas de mentalidad integrista y tradicional, destacando no pocos dirigentes políticos, por más que en los actos públicos tengan que representar el papel que le corresponde.
La pregunta lógica, que se plantea ante estas reacciones contrapuestas, en el caso de este papa, es inevitable y lógica: ¿por qué esta admiración y este rechazo?
Por lo general, ocurre que las personas que destacan, sobre todo si esto ocurre en ámbitos de la vida en los que la gente se apasiona y se juega el éxito o el fracaso en problemas de notable interés, inevitablemente se produce (o se provoca) el entusiasmo de grandes muchedumbres o, por el contrario, el rechazo de quienes (por el motivo que sea) se sienten amenazados.
¿Es esto lo que ocurre con el papa Francisco? ¿Por qué las masas populares lo aclaman, al tiempo que los sectores, que manejan el poder y el dinero, lo miran con recelo, no se fían de cómo hace las cosas o abiertamente lo rechazan o desprecian? En definitiva, ¿qué está ocurriendo en la Iglesia con este papa?
Lo más patente, que advierte todo el mundo, es que este papa prescinde de todos los protocolos, solemnidades y distinciones que le alejan de la gente. Le encanta la sencillez, la espontaneidad y todo cuando pueda acercarle a la gente, sobre todo si se trata de personas marginales o marginadas, por el motivo que sea. No se recuerda un papa tan cercano al pueblo sencillo como es el caso de Jorge Mario Bergoglio. Esto nadie lo pone en duda. Aunque también es verdad que este tipo de conductas pontificias no les gustan a no pocos altos cargos de la Curia Romana y, en general, a muchos (quizá demasiados) monseñores del episcopado. Hay, en esos altos puestos de mando clerical, dignísimos señores que quieren mantener distancias en sus relaciones con la gente corriente y vulgar. Y es claro, a quien le gustan los pedestales no le agrada que le vean en zapatillas de andar por casa.
Pero no es esto lo determinante en los sentimientos de afecto o rechazo del papa Francisco. A mi manera de ver, el problema que este papa le ha planteado a la Iglesia (y al mundo) no se reduce a protocolos, tradiciones o simples formas de presencia pública. Ni siquiera la cosa se reduce a que este papa no haya utilizado su “potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente” (CIC, can. 331). Por más cierto que sea, que, en virtud de esta potestad, el papa podría haber cambiado los cargos de la Curia Romana como le hubiera parecido, podría haber modificado la liturgia, como podía haber suprimido el celibato de los sacerdotes o haber decretado que en cada diócesis sea designado el obispo por votación popular, como se hizo en la Iglesia antigua durante siglos, o tantas otras cosas que habrían hecho, de la Iglesia que tenemos, una institución muy distinta.
Sin embargo, el papa Francisco no ha hecho –hasta este momento– nada de esto. La Iglesia sigue estando gestionada como lo estaba en los papados anteriores. Entonces, ¿qué motivos ha dado este papa que haya tantos clérigos indignados con Bergoglio o tantos católicos deseando que su pontificado se acabe cuanto ates?
Lo más claro que yo veo, como respuesta a esta pregunta y a tantas otras preguntas semejantes, es esto: este papa, y cualquier otro papa, si es que quiere influir a fondo para modificar y mejorar esta Iglesia tan desprestigiada en tantos ambientes de este mundo, tiene a su alcance dos medios: 1) echar mano de su “potestad” plena, suprema y universal; 2) anteponer a todo su propia “ejemplaridad” personal, viviendo lo más cercano posible a los que más sufren y se ven peor tratados en este mundo.
¿Cuál de estos dos medios es el que vemos más claramente destacado en el Evangelio? Según los relatos de los cuatro evangelios canónicos (los cuatro que la Iglesia aceptó como auténticos), Jesús no recurrió al poder para imponerse al mal y remediar el sufrimiento del mundo. El argumento al que se refirió siempre fue el ejemplo de vida: que la gente vea “vuestras buenas obras”, que “vean los frutos que produce vuestra vida”, “si no creéis en mí, creed en mis obras”, que “os queráis tanto, que en esto se sepa que sois mis discípulos”. Y así sucesivamente. Nunca invocó Jesús la potestad, sino siempre el amor mutuo, la transparencia, el bien que hacéis…
Es más, Jesús nunca anunció su triunfo, su éxito, su dominación. Lo que Jesús les anunció a los apóstoles, que discutían sobre cuál de ellos era el primero, el más importante, es que su vida terminaría en el fracaso, la condena y la muerte. Sencillamente, porque la Religión lo persiguió y no paró hasta que lo mató. Sin embargo, lo que asusta (y da verdadero miedo) es que la Iglesia se ha alejado cada vez más del Evangelio. Y ha terminado convirtiéndose en una Religión, con sus poderes y sus privilegios. Sencillamente, le hemos corregido la página suprema a Jesús.
Max Horkheimer, en las Notas que dejó escritas, en los últimos decenios de su vida (entre 1949 y 1969), dijo esto: “Jesús murió por los hombres, no pudo reservarse avaramente para sí y se hizo de todos los que sufren. Los padres de la Iglesia hicieron de ello una religión, es decir, una doctrina, que incluso para el malo era un consuelo. Desde entonces, el cristianismo tuvo tanto éxito en el mundo que el pensamiento de Jesús ya no tuvo nada que ver con la praxis, y menos aún con los que sufren. Quien lee el evangelio y no ve que Jesús murió “en contra” de sus actuales representantes, ése no sabe leer. Esa teología es el sarcasmo más increíble que jamás le haya sucedido a un pensamiento” (M. Horkheimer, Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión, Ed. De Juan José Sánchez, Madrid, Trotta, 2000, 227).
Es evidente que el papa Francisco no ha optado por invocar y hacer uso de su “potestad”. Al menos, hasta ahora, no va por ahí su pontificado. El papa Francisco cree en la “ejemplaridad” de su propia vida, en su cercanía a lo más senillo, pobre y marginal de este mundo. Con razón, nos recuerda Horkheimer la lapidaria frase de Kant: “La praxis ha de ser tal que no se pueda pensar que no existe un más allá” (citado o.c., pg. 19, nota 45)
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