Ando en reflexión sobre las personas con las que me he ido encontrando a lo largo de mi vida. La mayoría se esfuman dejando algún recuerdo, unas veces es bueno y otras mejor olvidarlo, pero no forman parte de mi vida actual. Otras son mis amigos, con los que he transitado ya varias etapas del camino.
Pero mi reflexión viene por los tres reencuentros que tuve la suerte de disfrutar la pasada semana. ¡Tres en cinco días… una suerte y tres bendiciones!
El primer encuentro fue con el abad. Mi interés por la vida monástica y los mensajes que descubro para ser digeridos en la vida del mundo, hacen que esté expectante y abierta a la escucha del monje que vive dentro del monasterio. Sin darse cuenta, en la conversación, me deja regalos de sabiduría que me llevo puestos para salir al mundo. Luego los desenvuelvo y me ayudan a mirar la vida con una sana distancia aunque esté metida en el remolino del día a día, con toda su complejidad.
El segundo encuentro fue con el obispo que estaba de paso. Vino desde corazón de África y con África en su corazón. Ahora es obispo, pero es misionero casi desde que vino al mundo, sólo hay que restar el tiempo mínimo que necesito para darse cuenta de la misión que Dios le tenía preparada y que es su vocación. Delante de un café fuimos compartiendo palabras, recuerdos, experiencia de África, del país y las gentes africanas que tanto ama y que tantísimo sufren por la violencia y la injusticia; de las maravillas de amor y solidaridad que suceden en esa marabunta. Le pregunto cómo ve este mundo supuestamente rico, le cuento mis enfados con tantas situaciones que están dejando mucha gente en las cunetas. Nos despedimos y, aunque estaremos en contacto con los medios tecnológicos a nuestro alcance, nada es igual que el reencuentro en persona, con animada conversación y un café en una tarde muy fría de invierno. Vuelvo en el coche con más regalos de sabiduría para ir abriendo desde dentro y viendo como compartir hacia fuera.
Por último, el tercer encuentro fue con la que vive con los pobres. A ella la tengo muy cerca hablando en kilómetros, vivimos en la misma ciudad; pero su vida al cuidado de los que no tienen hogar, es complicada para poder estar un rato de sosegada charla. Sucedió la pasada semana después de varios meses. ¿Qué contar?... no conozco a nadie que disfrute tanto de las cosas pequeñas, las más mínimas: una palabra, una foto, contarle un proyecto, una experiencia de viaje, llevarle un escrito… todo es recibido como único, como novedad, haciéndose partícipe de la alegría, la preocupación o lo que traiga para compartir alrededor de su mesa. Le pregunto por los acogidos, por quienes ya no están, por las dificultades de la casa… la vida. Vida de los que no se ven y que es también su vida. Me despide con un abrazo de dos vueltas. Poniendo en marcha el coche me di cuenta de que he recibido más regalos de sabiduría que me ayudarán a no olvidar a los olvidados.
Estas tres personas, a las que quiero, respeto y me ayudan con el testimonio de sus vidas y vocaciones, tienen en común, además del amor a Dios y a los hermanos, que les mantiene vivos y comprometidos en sus respectivas vocaciones, el hecho de vivir en las fronteras. Fronteras diferentes fronteras, pero fronteras.
La vida monástica es una frontera que en estos tiempos parece que atrae a mucha gente necesitada de paz y sosiego, que anda en búsqueda, que quiere encontrar sentido a su propia vida, y en el monasterio encuentra cosas que están echadas a perder en el mundo, como el silencio, la soledad y tantas otras. La vida monástica tiene algo de frontera exótica que atrae, una rara avis que se contempla como una excepción y, dando media vuelta, nos alejamos pensando que los que la viven son raros.
La vida misionera es una frontera con socavón y trincheras donde algunos viven su vocación al lado de hermanos que son los olvidados de la Tierra; dando visibilidad a los que se invisibiliza, palabra a quienes no pueden hablar y amor a quienes continuamente son diana de la violencia. Escuchamos sus testimonios cuando vienen o aparecen en los medios de comunicación y, es verdad que generan admiración, pero para muchos están considerados como locos.
La vida de pobreza con los pobres, los “sin techo”, los que ya no pueden vivir solos ni siquiera en la calle, es la frontera con los vecinos, la tenemos ahí mismo en las grandes ciudades. No hay que viajar, están a nuestro lado. Pero son invisibles. Quienes viven con ellos como opción de vida, se les mira de reojo, con mirada incrédula.
Me siento muy afortunada por poder estar cerca del abad, del obispo y de la que vive con los pobres porque sus testimonios son de primera mano. No me cuentan estadísticas, me comparten la esencia de sus vidas y vocaciones, con pocas palabras; pero, si estoy atenta, descubro que quien vive desde su centro, desde lo hondo de su ser, la vocación a que han sido llamados, se destila por sus poros, sus sonrisas, su escucha y sus abrazos.
¡Ah… no quiero dejar de decir que ellos siempre quieren saber de mi vida, de los míos, de mis proyectos! Y les cuento, por supuesto, porque sé que vamos todos juntos y hemos de caminar unidos.
Doy gracias por los tres y por todos los que llevan en sus corazones.
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