Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Se han satirizado en la literatura y en el cine español los apellidos vascos y los catalanes, pero de los apellidos considerados ilustres, generalmente compuestos y casi todos de origen castellano, lo único que se ha hecho son dos cosas: una, incrementarlos el dictador ampliando los títulos nobiliarios hasta en número de 40 (datos de un digital) por su “servicio” a la Cruzada, es decir, al golpismo es decir, a la rebelión frente a la República; y otra, renovarlos, tanto por los gobiernos postfranquistas como por los gobiernos socialistas cuyos ministros de Justicia tampoco dudaron en estampar su firma al efecto para que, por ejemplo, los herederos de dos generales del dictador mantuviesen sus títulos por su contribución “al triunfo de las Armas Nacionales (…) durante la Cruzada”.
Y es que los sinsentidos y contrasentidos clamorosos en la política española, y especialmente de los que se postularon como regeneradores de la vida pública allá por los años 80, antes, después y ahora, son tan persistentes que a muchos nos hacen vomitar. Pero a lo que voy…
La frase de paternidad imprecisa “los pueblos que no conocen la historia están condenados a repetirla”, tan manida y celebrada por los falsos intelectuales y por los políticos de ocasión, es como poco una frivolidad. Es de esas frases que si hacen fortuna para la tentación de citarla los políticos de la caverna es porque el significado de su vacío significante gira en torno al verbo condenar que siempre tiene su aquél… Y digo que es una frivolidad, perdón, una estupidez, es porque, por un lado, no hay pueblo que no conozca su historia, y por otro, porque los pueblos avanzados no la repiten (y cuando se habla aquí de historia no hay duda de que pensamos en la historia tenebrosa o sangrienta). Los históricamente retrasados son los que la repiten una y otra vez en uno u otro aspecto. Por ejemplo, en España una forma de repetirse la historia es la reiteración del dominio de unas determinadas clases sociales sobre el resto de la población.
Aun conociendo naturalmente muy bien su historia, sea por su capacidad de sufrimiento, sea por su campechanía, sea por su debilidad de carácter el pueblo español la repite obstinadamente permitiendo una y otra vez el predominio de esas castas. Pues es un hecho difícilmente rebatible que España, ya como nación, siempre estuvo dominada por unas estirpes, siempre las mismas, que abusaron del pueblo y le oprimieron mientras en otras naciones europeas hacía tiempo que la diferencia de clases se había ido ya difuminado; con la particularidad de que el dominio en este país y en el ámbito político estaba reforzado por el decisivo papel, abierto o solapado, de una religión que si antes refrenaba las pasiones del pueblo (y entre ellas los brotes de odio hacia los poderosos) infundiéndole temor al más allá, ahora a veces las atiza, incluso estúpidamente en contra de ella misma.
Llegaron momentos en que parecía que España progresaba al paso de las democracias europeas, pero una guerra fratricida desembocó en dictadura con la opresión y abusos propios de toda tiranía y de las mismas clases sociales. Pero es que tras ella, la opresión y el abuso de esas clases continúa. Es cierto que la opresión y el abuso han cambiado de crudeza al compás evolutivo propio de toda sociedad más civilizada, pero tanto la opresión como el abuso siguen emboscadas en decretos, en decisiones legislativas y en políticas que les favorecen y castigan a las clases débiles. El caso es que numerosos apellidos resonantes, rimbombantes, la mayoría compuestos, esos que nos vienen atronando el oído desde tiempo inmemorial, unas veces, y desde el franquismo, como dije, otros, siguen incrustados en la administración del Estado, en las empresas estatales y también privadas, en el alto funcionariado, en la política, en los tribunales, en el ejército, en los estamentos religiosos….
No sé si será éste otro motivo por el que todo lo que ocurre en España en la vida pública se encuentra en un punto equidistante entre la tragedia y el más puro histrionismo. Porque lo de los títulos nobiliarios y sus consiguientes gabelas, consentidos por un socialismo que nos las prometía felices y está acabando en la caverna, es otro caso más del logos ridiculizado y sometido a la pusilanimidad o al pragmatismo extremos. Circunstancia que en España a uno le hace a menudo preguntarse: ¿valdrá la pena analizar con la meticulosidad del relojero y voluntad de neutralidad tanto disparate sin caer en el delirio? ¿cómo es posible que a estas alturas de una pretendida democracia el predominio en la vida pública del apellido altisonante y los títulos nobiliarios, históricos o de los herederos del franquismo sigan siendo los que, abiertamente o en la sombra de los despachos, manejen a bandazos a este país después de haberlo saqueado?
Sea en la política rampante, sea en las hipervoluminosas causas que se ventilan en la justicia o en los no menos enredosos trasuntos del comercio y de la vida civil en general, los contrasentidos, lo inexplicable y el disparate siempre están presentes en el centro de la pública atención. Todo se trata y se despacha en contra del sentido común. Esos apellidos de relumbrón y las castas a las que pertenecen, por un lado, y los consentidores, por otro, manejan los hilos del presente y hacen todo disparatado. Pero no nos engañan. Sabemos que son unos miserables y que sus propósitos son ocultar entre la hojarasca del contrasentido el verdadero motivo: unos, envolver en humo sus bellaquerías y su latrocinio y proteger a los de su laya. Y los otros, trabajarse su promoción económica y social (ahí tenemos el caso de las puertas giratorias), creyendo que nos desconciertan incluso también a los espíritus avisados…
El caso es que apellidos de personajes en origen malhechores y sangrientos protegidos por el poder real de distintas épocas, y luego sediciosos, rebeldes, golpistas que provocaron y ganaron una guerra atroz, generándose todos sus propios privilegios, medran a sus anchas en un país donde el demos de nuestra época los rechaza, pues ellos mismos cínicamente predican que los méritos y la excelencia personales deben demostrarse sin ventajas.
Hora es ya en España de que tanto esa gente ungida por la “suerte” del demonio, como los demás en sus respectivas responsabilidades repudien este estado de cosas. Urge que todos comprendan de una vez la imperiosa necesidad de regenerar a este país suprimiendo privilegios, amortizando títulos y combatir tanta desigualdad, para lograr que sea más más democrático y sin sospecha definitivamente europeo…
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