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jueves, 28 de diciembre de 2017

El especialista

Jaime Richart, Antropólogo y jurista
Desde mi madurez vital he desconfiado de los especialis­tas más allá de su utilidad en cada circunstancia. Pero in­cluso de ésta desconfío también. Y me refiero no sólo a los exper­tos dentro de un área de conocimiento sino también a los ex­pertos con carácter general acerca de una materia, res­pecto a quienes la desconocen en absoluto. El médico o el abogado o el juez o el político o el economista o el mili­tar o el físico, por ejemplo, respecto al resto de la sociedad. To­dos, cuanto más sesudos y más celosos del objeto de su estu­dio, más deformados en relación al resto de porciones de realidad que les rodea.
Cuanto más esmero y más em­peño ponen en ampliar el conocimiento de su interés, más alejados están de la sabiduría. El que sabe un poco de todo, no sabe nada. Pero el que sabe mucho de algo, acaba igno­rando todo lo demás hasta que eventualmente algo le des­pierta. Ese despertar que le hizo decir al genio Einstein dos y dos son cuatro hasta nueva orden…
Raro es el especialista que sabe lo que ignora y raro es el que relativiza su parecer… Se manifiesta ordinariamente sin humildad frente al profano como el teólogo frente al pa­gano. Diríase que el especialista de categoría, no sabe nada de otras cosas que no sean las suyas.
Además, raro es el que es capaz de reconocerse como un teórico más den­tro del ám­bito cultural al que pertenece, y más raro el que tiene en cuenta que existen otros ámbitos culturales en los que su te­sis seguramente no tendrá cabida, y por eso no ad­vierte “hay otras teorías, otras formas de hacer las co­sas; la mía, las mías son éstas, y ésta es mi oferta”. Esto es para mí el las­tre suficiente que me impide animarme a ha­cerle mucho caso. La deformación global de la personali­dad del especia­lista y su habitual arrogancia son la causa de mi descon­fianza y también de mi antipatía desde un punto de vista di­dáctico y cultural. Sí, porque sabemos hasta qué punto todo cuanto forma parte de nuestra civili­zación es el resul­tado, primero del consenso de minorías y segundo de fre­cuentes correcciones no ya de corolarios sino también de principios y de fundamentos en todos los órdenes. Y esto me lleva a enlazar con lo inicial. Una cosa es que sea utilita­ria una teoría porque permite trabajar so­bre ella y aquietar a los espíritus inquietos necesitados constantemente de certe­zas, y otra que esté revestida de una certidumbre uni­versal y concluyente.
Sin embargo, nunca sabremos a cien­cia cierta hasta que protagonicemos nuestra muerte qué nos espera tras ella. Nunca sabremos cuál es el verdadero ori­gen del universo. Nunca sabremos de dónde venimos y a dónde iremos. Nunca sabremos si los fundadores de las reli­giones, sobre todo las monoteís­tas, fueron enviados por un dios, fueron extraterrestres o fueron simples humanos dotados de un sentido común pero especial y universal diri­gido a dar sentido a la vida del ser humano y de paso a organizarla; si vinieron o no para despertar la conciencia dormida del salvaje o de toda la especie humana… Las gran­des incógnitas jamás se des­velan más allá de lo que desea el interés o la vo­luntad individuales y colectivos.

Pues bien, el ser humano de esta civilización, el que do­mina a través de un laberinto de intereses heterogé­neos que al final le hace padecer trágica ceguera, es el especialista de nuestro análisis y descripción. Ése que ca­rece de la visión de conjunto, ése que tiene sus miras pues­tas en el sólo obje­tivo de la ganancia y la depreda­ción. Ése al que la estul­ticia, la deformación y la ambición a la postre le han atrofiado el instinto y mutilado la inteli­gencia que pre­cisa la colmena para su supervivencia. Ése que tala y tra­fica con la madera, ése que explota los hidro­carburos, ése que poluciona ciuda­des y países con la indus­tria petro­química… Ése que al­tera ecosistemas, destroza mares, lagos, montañas y ríos. Ése que ha provo­cado ya neciamente la destrucción paula­tina, si medimos el tiempo a escala cósmica pero galo­pante si la medimos por el que dura una vida humana, de las condi­cio­nes de vida en la única casa que posee él y po­seemos to­dos: el planeta Tierra. Maldito sea…

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