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miércoles, 27 de septiembre de 2017

La intolerancia


Jaime Richart, Antropólogo y jurista

Enviado a la página web de Redes Cristianas
Lo que peor llevo de ser español, mejor dicho, de ser un español obligatoriamente de acuerdo a un estereotipo confi­gurado por el Poder, por los poderes que hunden sus raíces más profundas en la historia del dogma, de la tos­quedad cuando no de la brutalidad y de la intolerancia, es que de poco o de nada sirve el fino razonar…
La historia del pensamiento en este país está tachonada de grandes pensadores, de grandes razonadores, de gran­des hombres y mujeres que en unos casos tuvieron que exi­liarse y en otros se quedaron para rendirse al dogma, a la hoguera y a la intolerancia. Intolerancia que ha llegado coincidente con una dictadura político religiosa hasta el último cuarto del siglo XX.
Voltaire refiere en su “Tratado sobre la tolerancia” un relato acerca de la atroz peripecia de la familia Calas. Y a propósito del caso, entre otras cosas Voltaire dice:
“La filosofía ha desar­mado manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo y la mente humana se ha asombrado de los excesos a que la había arrastrado el fa­natismo. La tolerancia no ha provocado jamás una gue­rra civil, la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. Alemania sería un desierto cubierto por los huesos de los católicos, de los evangelistas…si la paz de Westfalia no hubiese procurado la libertad de con­ciencia. El gran me­dio de disminuir el número de maniáticos, es someterles al régimen de la razón que ilumina a los hombres. La contro­versia es una enfermedad epidémica que se halla en sus fi­nales y que no pide más que un régimen (…) El derecho na­tural es el que la naturaleza indica a todos los hombres. El derecho humano no puede estar basado en ningún caso más que sobre este derecho natural y el gran principio, el prin­cipio universal de uno y otro es: «No hagas lo que no quisieras que te hagan.» El derecho de la intolerancia es, por lo tanto, absurdo y bárbaro…”
Pues bien, si la intolerancia ha traído a Europa grandísi­mas aberraciones humanas hasta la segunda guerra mun­dial, España, sus gobernadores, sus mezquinas concien­cias, sus irracionales almas han continuado basándose en ella hasta casi el siglo XXI para proseguir su personal y gremial andadura de la intolerancia. Todavía hoy, to­mando cuerpo en otros aspectos de la vida común y de la convivencia, asistimos a un festival de intolerancia que rasga las vestiduras al menos exigente en materia sociopolí­tica.
El caso es que, no quiero desviarme demasiado del asunto que me ha traído hasta aquí, razonar en España no es una aventura discursiva atractiva. Y no lo es, primero porque discurrir sirviéndose de la luz del entendimiento sin pre-juicios es una tarea demasiado fácil para el librepen­sador como para hacerle feliz. Hacerlo con ador­nos o erudición incluso lo estropea más. Y segundo, por­que la inmensa mayoría de los destinatarios de ese argu­mentario, más penoso por el esfuerzo que representa que por el deleite de construirlo, está cerrada a considerarlo. Y en tales condiciones, sean quienes sean entre los prohom­bres y promujeres de nuestra historia del pensamiento, y aun los de hoy mismo, en lugar de abrigar estos y estas la esperanza de que los llamados a comprender la tolerancia y a ejercerla pongan manos a la obra, acaban sucumbiendo antes, hartos de comprobarlo una y mil veces, al des­ánimo, a la indignación y al impulso o a las ganas de expa­triarse…
24 Setiembre 2017

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