LEONARDO BOFF
Es difícil quedarse callado después de haber presenciado la funesta y desvergonzada sesión de la Cámara de los Diputados que votó contra la admisión de un proceso del STF contra el presidente Temer por crimen de corrupción pasiva.
Lo que la sesión mostró fue la real naturaleza de nuestra democracia que se niega a sí misma. Si la medimos por los predicados mínimos de toda democracia que son: el respeto a la soberanía popular, la observancia de los derechos fundamentales del ciudadano, la búsqueda de una equidad mínima en la sociedad, la incentivación a la participación, el bien común, además de una ética pública reconocible, ella se presenta como una farsa y la negación de sí misma.
Lo que la sesión mostró fue la real naturaleza de nuestra democracia que se niega a sí misma. Si la medimos por los predicados mínimos de toda democracia que son: el respeto a la soberanía popular, la observancia de los derechos fundamentales del ciudadano, la búsqueda de una equidad mínima en la sociedad, la incentivación a la participación, el bien común, además de una ética pública reconocible, ella se presenta como una farsa y la negación de sí misma.
Ni siquiera es una democracia de bajísima intensidad. Esta vez se reveló, con nobles excepciones, como una cueva de gente denunciada por crímenes, de corruptos y ladrones a la orilla del camino para asaltar los centavos de los ciudadanos.
¿Cómo iban a votar a favor de la apertura de un juicio al presidente por el Supremo Tribunal Federal si cerca del 40% de los diputados actuales hacen frente a varios tipos de procesos ante la Corte Suprema? Existe siempre una conspiración secreta entre los criminales o acusados como tales, al estilo de las famiglie de la mafia.
Nunca en mi ya larga y cansada existencia oí que algún candidato vendiese su sitio o se deshiciese de alguno de sus bienes para financiar su campaña, sino que recurrió siempre a empresarios y a otros adinerados para financiar su millonaria elección. La caja 2 se naturalizó y las propinas fabulosas fueron creciendo de campaña en campaña a medida que aumentaban los intercambios de beneficios.
Esta vez, el palacio de Planalto se transformó en la cueva principal del gran Alí-Babá que distribuía bienes a cielo abierto, prometía subsidios por millones e incluso ofrecía otros beneficios para comprar votos a su favor. Este solo hecho merecería una investigación de corrupción abierta y escandalosa a los ojos de los que guardan un mínimo de ética y de decencia, especialmente de la gente del pueblo que se quedó profundamente horrorizada y avergonzada.
Efectivamente, ningún brasilero merecía tanta humillación hasta el punto de que tantos sintieran vergüenza de ser brasileros.
Los parlamentarios, incluidos los senadores, representan antes los intereses corporativos de los que financiaron sus campañas que a los ciudadanos que los eligieron.
Hemos tenido ya suficiente distancia temporal como para poder percibir con claridad el sentido del golpe parlamentario dado con la complicidad de parte del estamento judicial y con apoyo masivo de los medios de comunicación empresariales: desmontar los avances sociales en favor de la población más pobre, que fue siempre, desde la colonia, al decir del mayor historiador mulato Capistrano de Abreu: «castrada y recastrada, sangrada y desangrada». Y también el de alinear a Brasil con la lógica imperial de los USA en lugar de tener una política externa «activa y altiva».
Las clases oligárquicas (Jessé Souza, ex-presidente exonerado del IPEA por el actual presidente, nos da el número exacto: 71.440 supermillonarios, cuya renta mensual, generalmente por la financierización de la economía, alcanza los 600 mil reales por mes), nunca aceptaron que alguien venido de abajo y representante de los supervivientes de la tribulación histórica de los hijos e hijas de la pobreza, llegase a ocupar el centro del poder. Se asustaron al verlos presentes en los aeropuertos y en los centros comerciales, lugares de su exclusividad. Debían ser devueltos al lugar de donde nunca deberían haber salido: la periferia y la favela. No sólo los quieren lejos, van más allá: los odian, los humillan y difunden este inhumano sentimiento por todos los medios. El pueblo no es el que odia, lo confirma Jessé Souza, sino los adinerados que los explotan y con tristeza y por obligación legal les pagan sus miserables salarios. ¿Por qué pagarles, si pueden trabajar siempre gratis como antiguamente?
Historiadores de la talla de José Honorio Rodrigues, entre otros, han mostrado que siempre que los descendientes y actualizadores de la Casa Grande perciben políticas sociales transformadoras de las condiciones de vida de los pobres y marginados, dan un golpe de estado por miedo a perder su nivel escandaloso de acumulación, considerado uno de los más altos del mundo. No defienden derechos para todos, sino privilegios de algunos, es decir, los de ellos. El actual golpe obedece a esta misma lógica.
Hay mucho desaliento y tristeza en el país. Pero este padecimiento no será en vano. Es una noche que nos va a traer una aurora de esperanza de que vamos a superar esta crisis rumbo a una sociedad –en palabras de Paulo Freire– «menos malvada», y donde «no sea tan difícil el amor».
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