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martes, 18 de abril de 2017

Cuestión de principios II

Jaime Richart
El último rasgo de la mentalidad restringida a un gru­po, a un pueblo o a una comunidad es ser una condensa­ción in­teriorizada de la vida social. Difícilmente destruc­tible desde fuera y difícil de empañar desde dentro…
El caso es que, así las cosas, en la actualidad podemos dis­tinguir en España las siguientes mentalidades yuxta­puestas:
La primera es la de los “viejos conservadores” que pro­fesan a ojos vista el residual del ideario dictatorial (léase autoritarismo, militarismo, fanfarronería, confrontación, ventajismo), eso sí, actualizado, que quedó larvado entre al­tas dosis de pensamiento católico genuino hispano, adusto e intolerante. La otra mentalidad es la que irrum­pe a caba­llo de ese socialismo gradualmente rebajado que colaboró con ellos para “fabricar” la transición. La tercera es la que hace acto de presencia, dificultosamente, a lo­mos del co­munismo democrático que, desde los comien­zos y por su exigua representación parlamentaria, vino desempeñando un papel testimonial de la conciencia humanista hasta ayer.
La mentalidad de los “conservadores” es la de todos cuan­tos permaneciendo al final de la dictadura en el po­der pro­visional, elaboraron la Constitución y prepararon otras le­yes encubiertamente protectoras de sus intereses, tanto de los ya adquiridos históricamente como los usur­pados du­rante el franquismo, y cocinaron así el modelo político. De ese modo y luego a través del partido político en torno al que se organizaron, se aseguraban a sí mis­mos y a los de su clase social su estatuto privilegiado de siempre; lo que sig­nificaba que no perderían nunca de­masiado poder político ni de facto. Aquel insólito tránsito a la democracia, después de una guerra civil y de una ti­ranía de cuarenta años, no fue si no una variante de pacto social, más bien “una conce­sión” a la española, de los po­deres de facto. Un pacto que, a diferencia del habido en otros países europeos en otro tiempo entre el pueblo, la nobleza y el rey en el que estaban presentes las clases más o menos populares, en el caso es­pañol fue vertical. Pues un ministro del dictador y seis acomodados que se prestaron a ello (los padres de la Cons­titución) elegidos por él mismo, los albaceas del franquis­mo, fueron quie­nes prepararon una Constitución para que el pueblo, que sentía en su nuca la amenaza de un ejército más franquis­ta que Franco y el riesgo de un nuevo golpe militar, la re­frendase cuanto antes, y así, de prisa y corrien­do, se pa­sase página a la dictadura y tuviese lugar el cam­bio del marco político. Y así sucedió. Lo que en cierto mo­do ex­plicaría posteriormente (de no haber estado reiterada­mente amañados) el alto número de sus fieles en los pro­cesos electorales subsiguientes, más por los tics autorita­rios y de blandengue religiosidad que encierran los prin­cipios de esa mentalidad que les resultaba familiares, que por una ideología difusa, desprovista de otro contenido que no fue­sen aspavientos catolicistas y patrióticos para mejor encu­brir a lo largo de los años sus artes en el sa­queo de los cau­dales públicos.
En cuanto a la mentalidad de una parte de los recién lle­gados, los socialdemócratas españoles, podemos decir que la base de su mentalidad estaba en la adhesión in­condicional a la república. Sin embargo, pronto renuncia­ron a promover un referéndum sobre la forma de Estado y renegaron de la forma republicana de gobierno. Hasta tal el extremo eso es así, que han terminado siendo más fervoro­sos de la monarquía que los mismísimos conser­vadores postfranquistas que habían propiciado la ley de sucesión.
Y por lo que se refiere a la mentalidad de los otros re­cién llegados, los eurocomunistas, hemos decir que su protago­nismo siempre estuvo en sus llamadas a la con­ciencia social y a los derechos humanos. Pero el miserable argumento de su menor representación númerica en las urnas y por con­siguiente en las instituciones, ha bastado para ser ningu­neada por un bipartidismo virtual al que convenía eliminar a un adversario. Y eso hicieron las dos mentalidades pre­ponderantes. Nunca la escucharon ni plasmaron iniciativa suya legislativa alguna. Ni la del franquismo disfrazado, ni la de los socialdemócratas que ayudaron a abrir las puertas a lo que luego, poco a poco, se ha ido revelando como farsa democrática en buena medida por todas estas maniobras y por haber cerrado en falso la honda herida dejada por la guerra civil.
Es por todo ello por lo que, con un aggiornamiento del len­guaje de los valores universales y de la justicia social de siempre, reaccionan los espíritus de la nueva mentalidad, la “joven”; mentalidad dotada del ímpetu de quienes se saben poseedores de razones poderosas para empujar los cambios imprescindibles por todos los moti­vos expuestos, fundién­dose en lo esencial con la euroco­munista que había estado prácticamente silenciada.
  
Pero la distancia entre esas mentalidades (aparte las coin­cidencias bipartidistas apuntadas) no sólo se detecta en el parlamento y entre las distintas generaciones. Tam­bién en­tre individuos de la última generación, que du­dan. Que dudan entre adherirse a quienes exhiben incli­nación hacia los viejos valores aun desfigurados de la dictadura, o abra­zar los nuevos; “nuevos”, pero realmente muchos más vie­jos que los otros al estar fundamentados en el humanismo y en los ideales de igualdad y de justi­cia social republicanos. Dos opciones igualmente reaccio­narias, pero respondiendo la primera a la nostalgia de la vida, pública y privada, tute­lada por la religión y por la disciplina cuartelera del autori­tarismo, con el añadido ahora de ribetes pseudo democráti­cos, y la segunda, atendiendo a la vieja aspiración de hacer de la igualdad, de la justicia social y del humanismo el eje de la vida po­lítica y pública que, salvo brevísimos períodos en España, por unas causas o por otras nunca ha acabado de cuajar.
La cosa es que, no ya la ideología difusa de un partido po­lítico sino la mentalidad ultraconservadora, vuelve a impo­nerse. Vuelve a imponerse, más allá del recuento de los vo­tos y del juego de las mayorías electorales, que es otro can­tar. La consecuencia, pues, no puede ser otra que el inmovi­lismo, y recientemente una involución; un in­movilismo fus­tigado sólo por la lucidez de la joven men­talidad que inten­ta abrirse paso como savia nueva, y que denuncia una y otra vez la sentina al descubierto en cualquier rincón de la sociedad española.

Por eso la sociedad española hierve, pues aunque la en­tusiasta mentalidad del nuevo partido no se ha asentado todavía, aunque dificultosamente va reflejándose su espí­ritu en una gobernanza aún secuestrada por las usuales maniobras reaccionarias de un poder eclesiástico español que hurta las nuevas orientaciones del papa, y de quie­nes retienen el poder político hasta donde éste alcanza, en am­bos casos reforzado con argucias legales de burdo o fino encaje a cargo de las instancias judiciales. 

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