Juan José Tamayo
Director de la Cátedra de teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”. Universidad Carlos III de Madrid y autor de Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis, Editorial Trotta
Los tiempos históricos en la Iglesia católica son largos, muy largos, se hacen casi eternos. La historia parece detenerse. La tendencia es a dar respuestas del pasado a preguntas del presente. Los cambios, empero, son lentos y, cuando se producen, tienen un corto recorrido y una breve duración. Así sucedió con el Concilio Vaticano II (1962-1965), convocado por Juan XXIII para reformar la Iglesia, que estaba anclada en el medioevo. Aquella primavera eclesial apenas duró un lustro eclesial y fue seguida por un largo periodo invernal. Francisco, empero, parece haber roto el estancamiento del tiempo eclesiástico. No ha pasado un lustro desde su elección –accedió al pontificado el 13 de marzo de 2013- y ya puede hablarse de verdadera revolución –incruenta, por supuesto- o de cambio de paradigma.
Las prioridades del papa argentino distan mucho de las de sus predecesores. Juan Pablo II y Benedicto XVI, primero al frente de la todopoderosa Congregación para la Doctrina de la Fe y después como papa, priorizaron, hasta la obsesión, la doctrina, la moral y la disciplina eclesiástica. La doctrina fue formulada dogmáticamente en el Catecismo de la Iglesia católica con la consiguiente condena de las teólogas y los teólogos que se desviaban de la ortodoxia. Fue una de las épocas con más sanciones teológicas del siglo XX.
La disciplina se fijó en el “nuevo” Código de Derecho Canónico con sanciones y penas para los transgresores del rígido orden eclesiástico, no así contra los pederastas, que en muchos casos siguieron ejerciendo sus funciones pastorales con total impunidad con un simple cambio de actividad. La moral impuesta por los papas no se rigió por la ética radical del seguimiento de Jesús, sino que se redujo a “moralina” represiva de la sexualidad, negadora de las diferentes identidades sexuales que no se atuvieran a la concepción binaria y con condenas del divorcio, el aborto, la homosexualidad, los métodos anticonceptivos, las relaciones prematrimoniales, la fecundación in vitro, etc.
Las prioridades de Francisco van en otra dirección y son la economía, la ecología y la reforma de la Iglesia. A la economía le ha dedicado la exhortación apostólica La alegría del Evangelio, a mi juicio la más severa condena del actual modelo social y económico, que califica de injusto en su raíz, al tiempo que considera la inequidad origen de los males sociales y generadora de la violencia. La alegría del Evangelio se encuentra en plena sintonía con los movimientos populares mundiales, con quienes se ha reunido entre tres ocasiones identificándose con sus reivindicaciones de Tierra, Trabajo y Techo. A decir verdad, también Juan Pablo II se mostró muy crítico con el neoliberalismo en sus encíclicas sociales.
El horizonte ético de Francisco es la opción por los pobres, seña de identidad de la teología de la liberación, la solidaridad, que entiende como decisión de devolver a los pobres lo que se les ha robado. La ética lleva a compartir, ya que, según Juan Crisóstomo, “no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”. El papa propone como alternativa “una vuelta de la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano”.
Francisco es el primer papa que ha dedicado una encíclica a la ecología bajo el título Laudato Si. Sobre el cuidado de la casa común, donde critica el “antropocentrismo despótico” y las distintas formas de poder destructivo de la tecnología tanto de la naturaleza como de las relaciones sociales, defiende una visión holística del cosmos del que los seres humanos formamos parte, cree necesario compaginar el cuidado de la tierra y el de los seres humanos, sobre todo de los más vulnerables, coloca a la par la justicia económica y la justicia ecológica y declara el derecho de la tierra a ser feliz.
La tercera prioridad en la que ha puesto especial empeño Francisco es la reforma de la Iglesia. Lo hizo desde el principio con su propuesta de una Iglesia pobre y de los pobres y lo viene ejemplificando con su estilo de vida austera y su denuncia de las patologías de la Curia, del cuerpo episcopal y del clero cuando se desvían del testimonio evangélico. La reforma eclesial está en continuidad con el aggiornamento de Juan XIII y el Concilio Vaticano II, que contrasta con el modelo contrarreformista y restauracionista de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Sin embargo, es en lo referente a la reforma interna de la iglesia católica donde se están produciendo más resistencias y menos avances. Las resistencias provienen de distintos frentes: de la Curia y, dentro de ella, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el cardenal Gerhard Müller, nombrado por Benedicto XVI poco antes de su dimisión para asegurar que el depósito de la fe permanecería incólume, de un sector importante del episcopado, que se resiste a seguir la senda marcada por Francisco, y de los movimientos cristianos neoconservadores, que siguen anclados en el paradigma eclesial de los papas anteriores.
El propio Francisco creo que no acertó con la creación de una Comisión de cardenales para asesorarle en la reforma eclesial. En ella todos son varones, miembros de la alta clerecía, “príncipes de la Iglesia”. No hay laicos –ni hombres ni mujeres-, ni teólogas ni teólogos, ni representantes de comunidades cristianas de base, ni miembros de congregaciones religiosas. Otro error fue nombrar miembro y coordinador de dicha Comisión al arzobispo de Honduras, cardenal Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga, que apoyó el golpe de Estado del 28 de junio de 2009 contra el presidente Manuel Zelaya y reconoció el gobierno de Roberto Micheletti surgido del golpe. ¿Cómo puede apoyar la democratización de la Iglesia universal una persona que ha contribuido al derrocamiento de un presidente elegido democráticamente en su país?
Más allá de algunas declaraciones en favor de la igualdad entre hombres y mujeres y de algunos intentos por incorporar a las mujeres a puestos subalternos, creo que en la Iglesia católica sigue manteniéndose el patriarcado en estado puro, es decir, como sistema de dominación sobre las mujeres, basado en la masculinidad sagrada (“Si Dios es varón, entonces el varón es Dios”, decía Mary Daly). Un patriarcado que se traduce en la exclusión de las mujeres del ministerio eclesial, del acceso directo a lo sagrado, de las funciones directivas, de la elaboración de la doctrina teológica y moral, y en la negación de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
La Iglesia católica sigue configurada hoy como una patriarquía. Mientras no se conforme y funcione como una comunidad igualitaria –no clónica- de hombres y mujeres, todo intento de reforma terminará en un rotundo fracaso.
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