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domingo, 12 de marzo de 2017

El papa Francisco invita a una conversión pastoral

Antonio Duato

ANTONIO 5
Artículo publicado ayer en valenciano, en la revista del clero valenciano CRESOL.
Me preguntan cómo los actuales obispos y eclesiásticos deberían parecerse más al papa Francisco y ser más proféticos. Si se me permite, voy a hablar con sinceridad desde mi experiencia conjunta y complementaria de 35 años de presbítero valenciano y 25 de simple fiel laico.
En primer lugar, he de decir que lo de Francisco no se puede copiar desde fuera, como si consistiera solo en gestos pensados para construir una imagen más atractiva para los medios y la gente de hoy. Lo de Francisco representa un cambio profundo en la manera de ser autoridad en la Iglesia y de concebir la misma Iglesia en el mundo de hoy. Asistir a un cambio así en la misma cúspide de la Iglesia ha sido una gran sorpresa que nos tiene desconcertados a unos y otros desde hace cuatro años. Mayor de lo que representó su antecedente, la elección de Juan XXIII en 1958.

El cambio, en definitiva, es el cambio que propuso con fuerza el concilio Vaticano II antes de que fuera domesticado en las últimas sesiones y por los últimos dos pontífices que volvieron a poner el acento en los principios inmutables y en que todo estaba bien fijado en la Iglesia para siempre. Francisco manifiesta el cambio en gestos llenos de autenticidad y sencillez que son inimitables si no se participa de las convicciones de que brotan.
Como pasó tras el Concilio, hoy muchos obispos y eclesiásticos aceptan al nuevo pontífice y su reforma, pero con la íntima convicción de que a esta ola renovadora que dura ya cuatro años habrá que ponerle un prudente freno y que, tras Francisco, alguien vendrá que volverá a llevar las aguas al cauce bien establecido de la Iglesia católica: los concilios dogmáticos de Trento y Vaticano I que establecen la estructura jerárquica piramidal de la Iglesia. “Xiquet, tot això està molt be. Però a la postre l’Esglèsia Catòlica serà sempre la mateixa, definida pels grans concilis dogmàtics, no pel voluntariós Vaticà II”, me decía al final de los sesenta un profesor de eclesiología de València. “Jo ho tinc tot clar”, decía un canonizable obispo auxiliar en aquellos mismos años. Era su manera de “aceptar” el Concilio. Y parecía hasta hace poco que el tiempo les iba dando la razón a ellos, no a quienes empujábamos a una reforma mayor.
Esta manera de aceptar al papa con reservas, tiene excepciones en quienes ya se atreven a criticarlo abiertamente o le hacen preguntas saduceas para tentarlo, como tras el Vaticano II fue excepción la rebelión abierta de Lefebvre, con el que otros muchos sintonizaban sin manifestarlo abiertamente. Pero la actitud más generalizada en España es de sumisión sin entusiasmo, continuando los obispos y eclesiásticos en su rol de jefes por derecho divino de la comunidad cristiana, a la que intentan defender de los lobos.
Esta actitud de mero respeto sin adherencia vital a lo más profundo de la auténtica fe de Francisco, es incapaz de hacer brotar decisiones sinceras de cambio. Francisco empieza creyendo que la misión de la Iglesia hoy es llevar a todo un mundo plural y globalizado el Evangelio de Jesús, con la fuerza de la levadura o del grano de mostaza que desaparece en él, más que defender el nombre y la autoridad de Jesucristo que se continúa en una Iglesia poderosa en obras, instituciones y propiedades registradas. Quien se adhiera a una nueva actitud de fe en el aquí y ahora tendrá fácil imitar a Francisco pues le saldrán espontáneamente gestos y decisiones parecidas a las de él. A esta metanoia profunda creo que nos invita hoy el Espíritu a obispos, eclesiásticos y laicos, a todas y todos, que ya no podemos seguir considerándonos como simples ovejas seguidoras sumisas del pastor de turno.
La primera actitud que mostró Francisco tras ser elegido fue la de un profundo respeto hacia el pueblo de Dios que daba sentido a su misión. Evitando toda autorreferencialidad incluso en un momento de tanta exaltación como ese, Francisco se inclinó y pidió al pueblo congregado en la plaza de San Pedro que lo bendijera. En ese gesto hay mucho metido. Mucho, que Francisco ha ido desgranando en estos cuatro años y que manifiesta que respondía a una actitud interior muy auténtica. No mirar al mundo y a la gente desde la Iglesia y su rol de papa, que él desde el principio concretó en supervisor (epi-scopos) de la comunidad de Roma, sino mirar a la Iglesia y al papado desde los ojos del pueblo, creyente o no, que dan sentido a su misión. ¿Cómo son sus vidas concretas? ¿Qué esperan de nosotros? ¿Qué lamentos y gritos nos dirigen? De ahí, el mirar a los ojos a la gente, el escuchar a todos antes de hablar, el partir de la realidad individual y social antes que defender doctrinas generales o hacer enjuiciamientos autoritarios.
A veces se ha criticado a Francisco –y con él a quienes lo siguen más de cerca– de abdicar la propia autoridad por comodidad o populismo. Incluso el reducir tanto los signos externos tiende a reducir en la gente el respeto sagrado a su persona que necesitan para obedecerlo. No se dan cuenta de que, al simplificar su vestimenta, sus medios de locomoción o modo de vivir, no disminuye, sino que aumenta su verdadera auctoritas, al no fundarla en los títulos de su potestas. ¿Tendrá menos valor magisterial una homilía pronunciada sin mitra, que Francisco evita siempre para hablar al pueblo? ¡Todo lo contrario! ¿Es una traición a las definiciones de Trento y a la irreformable decisión de San Juan Pablo sobre las mujeres, el que Francisco reciba en el Vaticano y después abrace en la catedral de Lund a Antje Jackelen, la arzobispa luterana de Uppsala, o más bien un paso para que la Iglesia de Roma cumpla su misión de confirmar en la fe y reunir a todos los seguidores y seguidoras de Jesús?
No hay homilía o discurso de Francisco en que no parta de la realidad de las personas y de la sociedad en que viven. Después viene la visión desde la palabra de Dios y el sentido común. Y la propuesta de alguna acción concreta. Es impresionante y aleccionador seguir sus misas diarias en Santa Marta. Y sus audiencias y visitas pastorales. Los sufrimientos íntimos de las personas y las víctimas de nuestro pecaminoso sistema económico social están siempre presentes y son denunciados. No se trata de una aplicación de la doctrina. Tampoco de sociologismo o populismo mediático, como se le atribuye. Es el punto de partida de nuestra fe actual de ojos abiertos. Es mirar a Cristo en los ojos de las víctimas. Y dejarse conmover por ellas. Los pobres y excluidos están ahí para gritarnos y remover nuestras entrañas, no solo como un don de Dios para poder ejercer la caridad y ganarnos el cielo. Francisco vive de verdad la convicción de que la Iglesia es de los pobres y para los pobres.
A veces se le ha visto a Francisco separado u opuesto a su curia. Impresionantes aquellas caras de cardenales y monseñores en la primera felicitación navideña de 2013, que consistió en una denuncia de pecados clericales. Ha elegido él mismo (la responsabilidad en eligendo después de ejercer el miserendo) a sus íntimos colaboradores y a su grupo de los nueve, pasando frecuentemente por encima de las congregaciones para tomar decisiones. Pero creo que él tiene bien claro que la gobernanza de la Iglesia ha de ser progresivamente más colegial y corresponsable. Consiguiendo la unidad con respeto del pluralismo por el camino de la sinodalidad (sin-odos). Difícil deconstruir todo un sistema de autoridad eclesiástica romana construido, no sin empleo frecuente de violencia, desde la alta edad media. Y construir otro más adecuado a los seguidores de Jesús. Francisco no piensa por ahora en un nuevo Concilio. Sino en ir haciendo que todo vaya cambiando por parciales reformas del derecho canónico y por los Sínodos de obispos precedidos de una encuesta a toda la Iglesia, que debe ser cada vez más global y bien trabajada. Más fácil podría ser cambiar el modo de gobierno en una diócesis o una parroquia, si hay verdadera voluntad de no gobernar por ordeno y mando: revitalizar sin más y dar responsabilidad decisoria a los consejos previstos por el Vaticano II.
He ahí un reto y un camino de vida para líderes de la Iglesia y para todas y todos quienes creemos en Jesús de Nazareth.

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