José Mª Castillo, teólogo
Se habla estos días de algunos cardenales que andan inquietos con la posible permisividad del Papa Francisco, cuando se trata de tolerar que las personas casadas, divorciadas, y vueltas a casar, puedan recibir la sagrada comunión. ¿Puede permitir eso el Papa?
Por si ayuda a esos cardenales, y a otras muchas personas, para tener más datos sobre este asunto, me ha parecido que puede ser útil recordar lo siguiente: La Iglesia, durante siglos, admitió el divorcio en determinados casos.
Por ejemplo, el Papa Gregorio II, en el año 726, respondió a una consulta, que le hizo el obispo San Bonifacio: ¿Qué debe hacer el marido cuya mujer haya enfermado y como consecuencia no puede darle el débito conyugal? Respuesta del Papa: “Sería bueno que todo siguiese igual y se diese (el marido) a la continencia. Pero como eso es de hombres grandes, el que no se pueda contener, que vuelva a casarse, pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó y no ha quedado excluida por culpa detestable” (PL 89, 525).
Vendrá bien tener presente que esta práctica estuvo en vigor durante siglos, ya que en el s. XI la vuelve a repetir el “Decreto de Graciano” (cf. J. Gaudemet, “El vínculo matrimonial: incertidumbre en la Alta Edad Media”, recogido por R. Metz – J. Schlick, “Matrimonio y Divorcio”, Salamanca, 1974, 102-103). Es importante, en este asunto, el estudio de M. Sotomayor, “Tradición de la Iglesia con respecto al divorcio- Notas históricas: Proyección 28 (1981) 55.
Además, que el divorcio era una práctica admitida en aquellos siglos, consta claramente por una respuesta del Papa Inocencio I a Probo (PL 20, 602-603). Y todavía, otro dato: en el s. VIII, se sabe con seguridad que el Derecho Eclesiástico Bizantino, tal como lo testifica León el Isáurico, indica una serie de casos (y circunstancias) en los que la Iglesia admitía sin dificultad la separación matrimonial de los esposos (Ennio Cortese, “Le Grandi Linee della Storia Giuridica Medievale”, Roma 2008, 173-175).
Es verdad que el Concilio de Trento, en la Ses. 24, can. 5, anatematiza a quien diga que “el vínculo del matrimonio puede disolverse” (DH 1805). Pero, cuando se habla de “anatemas”, en la doctrina de Trento, es capital tener en cuenta que eso no significa nada más que una decisión disciplinar. No se trata de una cuestión dogmática, como ya analizó minuciosamente y con toda la documentación pertinente el Prof. P. F. Fransen, coincidiendo con el estudio magistral de A. Lang (cf. MTZ 4 (1953) 133-146.
Y, sobre todo, se sabe que ningún documento doctrinal del Magisterio de la Iglesia ha definido, como “doctrina de Fe divina y católica”, la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Por tanto, todo lo que se habla sobre este asunto pertenece al ámbito de lo disciplinar, no de lo dogmático.
Si la Iglesia, durante muchos siglos, admitió sin problemas que toquen a su fe la posibilidad de disolución del matrimonio, en casos justificados, corresponde a la potestad disciplinar del Papa decidir si las personas divorciadas, y vueltas a casar, pueden o no pueden comulgar. No hay razones, por tanto, para angustiarse por la decisión que haya tomado, o pueda tomar, el Romano Pontífice.
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