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miércoles, 21 de diciembre de 2016

Magisterio versus ministerio

Pepe Mallo


“¡Qué poco se ejerce para argumentar reformas que contradicen el Código de Derecho Canónico y protegen derecho y libertad humanos!”
“¡Ay de vosotros, maestros de la Ley, que os habéis apropiado la llave del saber…!” (Lc 11,52)
Yo lo llamaría “apropiación indebida” o “secuestro del conocimiento”. Se trata de un tema de profundo calado y, pienso, que de urgente empeño. En la jerarquía concurren dos entidades enfrentadas: magisterio y ministerio. Las califico de “enfrentadas” porque así me lo sugieren sus respectivas etimologías. El término magisterio deriva de “magíster” y este, a su vez, del adjetivo “magis” que significa “más o más que”. Al magíster lo podríamos definir como el que “destaca o está por encima del resto” por sus conocimientos. El término ministerio deriva de “minister” y este, a su vez, del adjetivo “minus” que significa “menos o menos que”. El minister era el “sirviente o el subordinado que apenas tenía conocimientos”. Sorprende, pues, que llamemos “ministros” a los “altos cargos” de la Iglesia, cuando la palabra en latín significa criado, servidor, alguien que está “en lo mínimo”.



Me refiero exclusivamente al magisterio ordinario
El magisterio eclesial es “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita”, la facultad de enseñar con autoridad, “bajo la autoridad de Cristo”, según el Catecismo (CIC, 85). En mi reflexión, me limito exclusivamente al magisterio ordinario desplegado en encíclicas, cartas pastorales, planes y programas de evangelización, homilías, catequesis… Desde este enfoque, la doctrina “verdadera” está reservada al Papa, a los obispos, a los presbíteros y a algún que otro clan religioso. La verdad es competencia exclusiva suya. Sólo ellos ostentan en la Iglesia el saber determinante, convincente, indiscutible. La norma suprema, su norma. De ahí que el magisterio revele un carácter autoritario y enseñe la sumisión total. Incluso en las altas esferas abundan los fanáticos recalcitrantes que se atrincheran a la defensiva detrás de una, para ellos, verdad absoluta. Se trata de personas que por ser “investidos de dignidad” adquieren poder. No han de ser más inteligentes ni perspicaces ni poseer más talento ni desde luego ser más sabios… Ni siquiera más prácticos. A menudo manifiestan una evidente carencia de conocimientos; pero la suerte los ha bendecido, los ha venido Dios a ver. Y es que, en general, los que podríamos apodar “telepredicadores” se comportan como “avasalladores”: “magíster dixit”.


El magisterio va por un lado, la práctica por otro
¿A qué se reduce el magisterio de los obispos y de los sacerdotes?
La Conferencia Episcopal Española ha presentado, tiempo ha, su Plan Pastoral para el período 2016-2020, con el título “Iglesia en misión al servicio de nuestro pueblo”. Los obispos manifiestan su deseo de orientar el trabajo de la Conferencia Episcopal a “favorecer la transformación misionera de las diócesis, parroquias y comunidades cristianas”. Y yo me pregunto y pregunto: ¿Cuántos sacerdotes, párrocos y cristianos de a pie o de a coche han leído tamaño mamotreto? ¿Están seguros los señores obispos de la CEE que el vocabulario que usan en tal documento está al alcance de cualquier cristiano? Dígase lo mismo de cartas pastorales o documentos episcopales. El magisterio de la Iglesia actual sigue manteniendo la misma estructura y hasta la misma terminología que en la Edad Media o hace tropecientos años. Lo demuestran el lenguaje leguleyo y erudito, los tecnicismos teológicos, las frecuentes e interminables citas… Se han retocado algunas expresiones y formas superficiales (puro maquillaje), pero el esquema doctrinal se mantiene invariable. En los documentos de la Iglesia abundan las exposiciones estrictamente doctrinales en las que se establecen con firmeza la tradición y las normas. Se diseña un marco teórico que generalmente no incide ni coincide con los problemas reales de las personas ni aborda situaciones específicas. El magisterio va por un lado, la práctica por otro. Se cambian formas, actos, estilos…, pero los contenidos de carácter teológico-moral permanecen inalterables.


¿Quién ha otorgado al clero la exclusiva del magisterio?
La respuesta es evidente: Ellos mismos, sus propias leyes. Ahí están el Código de Derecho Canónico y el Catecismo donde se eluden derechos humanos y sobran superfluas imposiciones esgrimiendo derechos divinos. ¿Y el Evangelio? Sólo para citar pasajes, frecuentemente sacados de contexto o manipulados en aras de ratificar una norma. En este magisterio, la ley sustituye a Jesús; se trata de una sutil manipulación del Evangelio. Los jerarcas se valen de su autoridad, supuestamente recibida de Cristo, para dictar leyes e imponer una moral a su medida. Es esa obsesión de obispos, sacerdotes y hombres de la religión en general que consiste en que ellos, y solo ellos tienen derecho a hablar con autoridad indiscutible de las cosas de Dios. Son desconsiderados y despectivos, no escuchan a quienes les señalan sus abusos y defectos. No suelen tener visión de futuro. No proponen, imponen. Usan la ley como pretexto para avasallar. No se privan de ofender, sojuzgar y humillar. Hace poco (06.10.2016), el papa Francisco reconocía en la homilía en Santa Marta: “El apego a la Ley hace que se ignore al Espíritu Santo”. El problema reside en que se imparte una doctrina muy limitada, restrictiva, moralizante y superficial, y enfocada principalmente a los sacramentos; una ciencia que no llega a la conciencia, que no lleva a vivir la fe en todas las circunstancias de la vida; una doctrina con la que, como mucho, se persigue “amansar” o “domesticar” a la gente, seguir las costumbres tradicionales; una doctrina que no ilumina sino que apaga las conciencias. Lamentablemente hay obispos y párrocos “Nini”: ni intuyen ni instruyen. Se cruzan de brazos y aguardan a que los demás les rindan pleitesía por sus inexistentes carismas y gracia.


El magisterio es un ministerio
¿Dónde acaba el “magisterio” del dominio y de la autoridad y empieza el “ministerio” de la comunidad? En muchos jerarcas subsiste cierta reticencia a pasar de los honores clericales a ser servidores de la comunidad, de entender el magisterio como un servicio e identificarse más con el Evangelio. Soplan aires (más bien brisas) de apertura desde el papado de Francisco. Se habla del “estilo Francisco”. Lo ha dejado bien claro hace unos días dirigiéndose a la Congregación del Clero: “En lugar de reducir la fe a un libro de recetas o a una colección de normas, podemos ayudar a la gente joven a preguntarse las cuestiones fundamentales.” En RD aparecen noticias optimistas. Obispos que pronuncian frases lapidarias: “una Iglesia a pie de calle”, “El poder en la Iglesia es servicio”, “La Iglesia es un trabajo de todos. No hay que personalizarlo tanto en la figura del obispo”, o se prometen “iniciar un proceso profundo de renovación y reestructuración de la Archidiócesis” (¡¡¡mons. Cañizares!!!). ¿Servirán estos buenos propósitos (de la enmienda) para abolir y/o cambiar leyes poco o nada evangélicas como la obligación del celibato para el clero, la consideración de los homosexuales y divorciados vueltos a casar, aceptar el diaconado para la mujer, cambiar las rígidas leyes litúrgicas por más participación de la comunidad…, o servirán como puro postureo para mirarse el ombligo? Porque si no sirven, no sirven para nada.


Cuestión de cambiar actitudes, no posturitas
El ansia de privilegios, poder y dominio en muchos casos excede con creces al deseo de servicio ministerial. Estar propuesto para ser magíster en la Iglesia no es una prerrogativa ni un honor, sino una misión, una encomienda, una diakonía. El magisterio es un ministerio. ¡Qué poco se ejerce para argumentar reformas que contradicen el Código de Derecho Canónico y protegen derecho y libertad humanos! Por desgracias el magisterio eclesiástico está siempre al servicio de la ley canónica, no del Evangelio y de los derechos humanos. Ahí se juega el magisterio su credibilidad.

(P.S.: Espero que, tras la lectura de mi exposición, no entreguen mi cuerpo a la hoguera y esparzan mis cenizas por esos mares de Dios. Cometerían un pecado y a mí me privarían de unas piadosas exequias cristianas).

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