José M. Castillo
Por lo que se lee y se oye, por todas partes, el nuevo Gobierno, que acaba de nombrar Rajoy, está dando pie a reacciones para todos los gustos. Era de esperar. Desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, cada cual piensa y habla según le conviene, le interesa, le agrada o le desagrada. Unos se sienten más o menos felices. Y los otros más o menos indignados.
Esto es lo que era de esperar. Pero, ¿es lo razonable? ¿es lo que más conviene? Respondo a estas preguntas, lo más pronto y lo más claro que me es posible. Y mi respuesta está determinada, como es lógico, por los conocimientos que, en muchos años de trabajo y estudio, de búsqueda y diálogo, de aciertos y desaciertos, he ido acumulando y madurando. He dedicado mi vida a las cosas de la religión, al estudio de la teología, en universidades de Europa y América. Y, sobre todo, en la lectura y la meditación sosegada de lo que, para mí, es el centro de mis convicciones y, en cuanto eso es posible, el centro también de mi vida.
Pues bien, todo esto supuesto, lo que a mí me da más que pensar es que la clave del problema, y la clave también de la solución, no está donde la mayoría de la gente se imagina que está. No. La felicidad o la desgracia de un país no depende primordialmente de quien manda en ese país. La felicidad o la desgracia de un país depende, ante todo y sobre todo, de la honradez de sus ciudadanos. La tendencia a cargar en los demás la responsabilidad de lo que nos pasa (sobre todo, si se trata de males y desgracias), es la maldita tendencia que nos ciega y nos engaña. Por más cierto que sea el hecho patente de que ahora mismo haya en España ministros que gestionan los asuntos públicos de manera que, por el mismo trabajo realizado con la misma competencia, uno gana cien y otro gana tres, si es que gana algo. Porque de sobra sabemos que, en la España del crecimiento imparable del señor Rajoy, hay millones de criaturas que no tienen que llevar a su casa. ¿Qué les decimos a esas criaturas? ¿Qué “se conviertan”? ¿En qué?
He pensado mucho en todo esto cuando he leído en los evangelios que un día le fueron a decir a Jesús que el procurador romano, Poncio Pilatos, había mandado degollar a unos galileos en el Templo de Jerusalén (Lc 13, 1). Como es lógico, aquello fue el crimen de un tirano, de un canalla, algo que clamaba al cielo. Pues bien, la respuesta de Jesús no consistió en clamar venganza contra el tirano. Ni siquiera interpelar a la gente para exigir justicia y libertad. Jesús dijo lo que seguramente a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido: “Os digo que si no os convertís (“metanoete”), todos vais a perecer también” (Lc 13, 3). ¿Fue Jesús cobarde? De sobra sabemos cómo acabó sus días: colgado como un delincuente. Y colgado por decreto del propio Pilato. Quien dejó constancia de estos hechos, sabía de gobernantes. Y sabía cómo se las gastan los gobernantes. Pero se cuidó, sobre todo, de poner el dedo en la llaga. Y la llaga no está – a juicio de Jesús el Señor – en la responsabilidad de los gobernantes, sino en la honradez de los gobernados. Y añado, a lo dicho, que lo mismo nos viene a decir el hecho patético y repugnante del asesinato de Juan Bautista, degollado en una noche de juerga, por la cobardía y la desvergüenza de un reyezuelo de mala muerte, el canalla de Herodes Antipas. ¿Protestó Jesús por este crimen el día que se enteró de lo que había pasado? No hay noticia de tal denuncia en los evangelios. Jesús siguió su camino, explicando su Evangelio, su “proyecto de vida”, interpelando a todos a vivir en la honradez y la bondad.
El problema no está en que Rajoy ponga otros ministros. El problema está en que nosotros, los ciudadanos, seamos íntegros, honrados, transparentes, libres, coherentes a carta cabal. Pero, en realidad, lo que pasa es que no estamos dispuestos a cambiar de vida. Y, menos aún, a complicarnos la vida. Resulta más cómodo culpar a quienes nos gobiernan, echando mano de lo inútil que es el “buenismo”. ¿Inútil? Que se lo pregunten a todos los tiranos que en el mundo han sido. De ellos, sólo nos queda el recuerdo hediondo de “lo insoportable”.
En estos días en que recordamos la importante aportación de la Reforma Luterana, recientemente reconocida por el papa Francisco, no puedo olvidar lo que representó, y sigue representando, lo que Max Weber denominó acertadamente la “concepción cristiana de la profesión”. Lo absolutamente nuevo, que nos dejó la Reforma, fue integrar en nuestras vidas que “el más noble contenido de la propia conducta moral consiste precisamente en sentir como un deber el cumplimiento de la profesión (de cada cual) en el mundo”. Es sencillamente vivir la “profesión” como la propia “vocación”. Antes que las devociones, las piedades y los ritos, lo primero es la honradez profesional. Con todas sus consecuencias.
Si los países del Norte de Europa tienen una manera de vivir la vida, la religión y el trabajo de forma que rinden más y respetan mejor los derechos de los demás que en los países del Sur, ¿no nos obliga esto a pensar por qué, en nuestro querido Sur, somos tan “religiosos” como “cainitas”? Esto no se arregla protestando del Gobierno de turno. Entre otras razones porque, cuando la propia “profesión” se vive como la propia “vocación”, las protestas no hacen falta. El que comete una indignidad, una bajeza, una injusticia, algo que tiene que ocultar (sea lo que sea), no necesita que otros protesten. La primera de todas las protestas es la del propio responsable, que presenta inmediatamente su dimisión.
Cuando, en 1999, el ministro de finanzas alemán Oskar Lafontaine dimitió inesperadamente de todos sus cargos políticos por causa de sus desacuerdos con la política equivocada de Helmut Kohl, publicó un libro precioso, “La rabia crece”, que terminaba recordando, entre otras, estas dos sentencias que Gandhi no toleraba: “Política sin principios”… “Religión sin sacrificio”.
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