José Arregi
Hemos inaugurado el año de Martín Lutero, el “mejor teólogo cristiano” según nos enseñaba el profesor Daniel Olivier, sacerdote católico, en el Instituto Católico de París de los años ochenta. El 31 de octubre del 2017 se cumplirán 500 años desde aquel día en que Martín Lutero, rica personalidad, profundo creyente, brillante profesor, genial escritor, clavó en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg las 95 tesis contra la venta de indulgencias, puesta en marcha por el papa León X por toda Europa para la construcción de la fastuosa Basílica de San Pedro del Vaticano.
Puede que el episodio sea legendario, pero es seguro que Lutero redactó las 95 tesis y las envió al papa y a muchos teólogos, a fin de promover un debate libre. El papa León X afirmó que aquello lo había escrito “un borracho alemán” y que cuando se le pasara la borrachera “cambiaría de opinión”. Pero Lutero estaba muy sobrio y lúcido, y no cambió de opinión. El papa le amenazó con la excomunión a menos que se retractara. Lutero, por fidelidad al evangelio de Jesús y a la propia conciencia, no se retractó.
Por entonces, el clamor por la reforma, clamor del Espíritu, era general en la Iglesia de Europa. Y la mente y el corazón de un hombre extraordinario supieron percibirlo y formularlo para un tiempo nuevo que estaba naciendo, irresistible como el Aliento de la vida. Lutero no estaba solo. Con él estuvieron, al menos al principio, casi todos los espíritus más iluminados y abiertos: Erasmo, Moro, Valdés, Vives… Pero la jerarquía romana hizo lo peor que cabía: puso en marcha una Contrarreforma contra todo lo nuevo: una Contrarreforma de la que el Vaticano no se ha librado aún.
Los unos y los otros se aliaron con el poder, y Europa se enzarzó en lo peor de la religión, la guerra en su nombre, a favor o en contra de unos dogmas y unas instituciones que ya entonces carecían de sentido. Mucho más hoy. Todos los dogmas e instituciones religiosas son constructos humanos ligados a una cosmovisión, dependientes de una cultura, inseparables de un lenguaje. Son contingentes y pasajeros en su forma. Han de transformarse profundamente para que ayuden a la vida y no se conviertan en bandera de poderes religiosos y políticos.
¿A quién le importan ya las indulgencias, ese perdón divino de un tiempo de pena que habría de sufrir el pecador en el purgatorio para expiar el “reato” o resto de la culpa que quedaría aun después de que la culpa hubiera sido perdonada por la confesión de los pecados ante un sacerdote? ¿A quién le interesa si los sacramentos son siete o son dos, como enseñó Lutero, y si la presencia de Cristo en la Eucaristía es real por la transustanciación o por el recuerdo vivo de la comunidad reunida en su nombre? ¿A quién le preocupa si María, la madre de Jesús, y los santos han de ser o no objeto de culto, y si Dios se revela únicamente en la Biblia o también en la Tradición, si Jesús instituyó o no a Pedro como papa y si quiso que tuviera sucesores (!), y cuál de las Iglesias es la auténtica heredera del “depósito” de la fe y de la “sucesión apostólica” y puede arrogarse por lo tanto la pretensión de ser la única “Iglesia verdadera”?
Son discusiones trasnochadas. Llevamos 500 años de retraso. No, mucho más: llevamos 2000 años de retraso, desde las Bienaventuranzas de Jesús de Nazaret. O, mejor aun: 2500 años de retraso, desde Pitágoras y Heráclito, desde las profecías de Isaías y de Jeremías sobre la religión de la misericordia y de la liberación, desde la reforma ética y mesiánica de Zoroastro, desde las enseñanzas de Buda y Mahavira, reformadores del hinduismo más allá del teísmo, desde la sabiduría política de Confucio y mística de Laotsé, más allá de la palabra y de las formas religiosas.
Está bien celebrar el año de Lutero, y que Roma reconozca por fin, como ha sugerido el papa Francisco en su visita a Suecia, que Lutero fue profeta evangélico de un nuevo tiempo. Y es hora de que las diversas iglesias se reconozcan las unas a las otras en su diversidad. Ello bastaría para resolver nuestras vanas pendencias confesionales. Bastaría aceptar todas las diferencias existentes para resolver el problema ecuménico.
Pero no bastaría con eso. El gran reto para católicos y protestantes es reinventar a fondo sus iglesias –instituciones, doctrinas, lenguajes– para acoger y ofrecer aliento liberador a la Tierra y a los pobres de hoy.
(Publicado en DEIA y en los diarios del GRUPO NOTICIAS el 13-11-2016)
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