(Hilari Raguer osb).- El Papa Francisco dice y hace cosas nuevas y se oyen voces en la Iglesia, incluso voces jerárquicas, que se oponen. Hasta algunos han llegado a decir que Papas anteriores, como Juan Pablo II, con su doctrina, que aquellas voces tienen por irreformable, condenan a Francisco.
Decía san Agustín que las cosas establecidas por Jesús, y por tanto invariables, son muy pocas. Es famosa su sentencia: in necessariis unitas, in dubiis libertas, et in omnibus caritas ("en las cosas necesarias, unidad; en las dudosas, libertad; y en todas las cosas, caridad"). Si la Iglesia cambia algo a lo que estábamos acostumbrados, es que no era tan necesario como creíamos.
El P. Congar escribió que la esencia del fariseísmo es dar por absolutas cosas secundarias. Es el reproche de Jesús a los fariseos, que colaban el mosquito y se tragaban el camello. No solo urgían las leyes del descanso del sábado, o de la pureza de los alimentos (que eran observancias simplemente simbólicas o pedagógicas) sino que las complicaban hasta el infinito con una casuística rabínica abrumadora, y obsesionados por ella, se les escapaba lo principal, que era y es la ley del amor.
Jesús fue misericordioso y amable con publicanos y mujeres pecadoras, pero fue durísimo con los fariseos y maestros de la ley. Tirar por la borda, por el afán de cambios, cosas esenciales, es fatal para la fe, pero aferrarse a cosas secundarias lleva fatalmente a perder de vista lo esencial.
Y ya que se aduce la persona y el magisterio de Juan Pablo II, mencionaré un episodio poco divulgado entre nosotros. Los Papas del siglo XIX habían condenado reiteradamente la rebelión de los patriotas irlandeses a la reina anglicana y de los polacos al zar ruso, imponiéndoles la obligación en conciencia de someterse a sus legítimos soberanos.
Pero cuando Juan Pablo II, en los inicios de su pontificado, el 2 de junio de 1983, fue a Cracovia, su antigua sede episcopal, beatificó a Rafael Kalinowski y a Alberto Chmielowski, que por su participación en la insurrección polaca contra Rusia, el 1863, sufrieron pena de muerte el primero, conmutada por destierro a Siberia, y mutilación el segundo. O sea que no llegaron a morir por aquella causa.
Pues bien: Juan Pablo II, prescindiendo olímpicamente del magisterio de sus predecesores, exaltó el "amor heroico a la patria" de ambos insurrectos, y hasta calificó de caridad teologal su nacionalismo, ya que les llevó a exponer por él su vida, y les aplicó repetidamente las palabras de Jesús "Nadie tiene un amor (caritatem, en el latín original) mayor que el que da la vida por sus hermanos" (Juan 15,9.12-14).
Juan Pablo II pensaba en Polonia y en aquellos dos compatriotas, pero es evidente que su magisterio ha de ser igualmente aplicable a independentistas vascos o catalanes. Por algo los grandes admiradores españoles del Papa polaco silenciaron aquel discurso. No se publicó en Ecclesia, pero sí en Palabra.
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