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jueves, 25 de febrero de 2016

Nuestros obispos, ¿son hombres religiosos? Antonio Gil de Zúñiga

En días pasados charlando con un amigo sobre la brisa fresca del papa Francisco en la Iglesia católica me confesaba él que percibe que por parte de nuestros obispos, en general, no hay un apoyo al papa y la razón para él radica en la falta de fe, en la increencia de nuestros obispos. Recordé entonces lo que un conocido de Madison (Wisconsin) me refirió hace algunos años en la capital americana sobre una encuesta llevada a cabo en la diócesis de Chicago a sacerdotes, monjes/as, teólogos/as.

El resultado de esta encuesta fue que más del 50% de esta “población religiosa” no era religiosa. También recordé la increencia interna del sacerdote protagonista de la novela unamuniana San Manuel Bueno, mártir. A estos recuerdos hay que añadir la recomendación del papa Francisco en la acostumbrada homilía en santa Marta de la última semana de enero pasado: el primer deber del obispo es rezar. Y a los obispos mejicanos instándoles a que no busquen el camino de los privilegios y del poder y a que denuncien las tropelías del narcatráfico.
Por eso no parece inoportuna la pregunta que me hago más arriba. Que nuestros obispos, en general, sean hombres de religión es evidente con sus liturgias de boato y de barroca escenografía, de su relación con el pueblo de Dios desde la ley y la norma… A este respecto no andaba descaminado Tomás de Aquino cuando establecía que el episcopado no es un sacramento, sino un sacramental, ya que el obispo está orientado a la autoridad, al mando y no a la eucaristía. Por eso me pregunto: ¿son hombres religiosos, hombres de fe? Ya sé que “de internis, neque Ecclesia” (aunque esto sea papel mojado en la praxis), sin embargo la fe tiene unos parámetros de evaluación objetivables: la fe sin las obras de nada sirve (Sant. 2,14); si uno dice que ama a Dios y no ama a su hermano, miente (I Jn., 4,20). Se pueden multiplicar los textos bíblicos.
Con razón escribe Miguel de Unamuno que “Dios no es un porqué, sino un para qué”. La fe es, pues, un don y una tarea, e. d., es una relación íntima y personal de confianza con Dios, pero además de esta relación vertical, tiene otra horizontal inseparable, una tarea, un para qué. La fe, por lo tanto, implica no sólo una transformación de la persona, sino también un cambio de actitud ante el otro; una conversión ética que establece una hoja de ruta basada en la comprensión, en la acogida, en la misericordia, en la denuncia profética. La lista puede ampliarse. Estos parámetros de la verdadera creencia se alejan considerablemente de la praxis episcopal hasta el punto de que el interrogante propuesto lo podemos redactar de este modo: ¿son creíbles nuestros obispos?
Analicemos algunos interrogantes. ¿Dónde la denuncia profética desde la fe? Y cuando decimos denuncia profética es la que el obispo ha de llevar a cabo contra el poderoso, contra el rico que oprime, contra los privilegios de uno y otro; no, por el contrario, contra el débil o contra el que se ve impelido por la sociedad a marginarse, entre otros casos. La praxis episcopal es llamativa, y en algunos casos escandalosa. Ahí está la desigualdad galopante en la sociedad española por unas medidas antisociales de un gobierno, cuyos miembros casi en su totalidad se dicen cristianos: léase desahucios, trabajo precario, escasez de ayudas al desempleo y a la dependencia, copago sanitario para jubilados…
Ante esta realidad que clama al cielo, nuestros obispos han permanecido semimudos, apenas han alzado la voz para denunciar estas medidas políticas injustas que favorecen la desigualdad y el empobrecimiento, que favorecen a unos pocos, a los ricos y poderosos en detrimento de la mayoría. Y todo ello por no molestar al gobierno del PP favorecedor de la clase de religión en la escuela, de los colegios concertados que discriminan sexualmente, de los recursos económicos de clérigos y de inmuebles, etc. Una jerarquía que está preocupada por las posibles alianzas del socialista Pedro Sánchez y por su tardanza en formar gobierno, cuando este discurso no lo ha tenido con Rajoy en sus más de 40 días sin asumir las responsabilidades políticas emanadas de las elecciones del pasado 20D. Este discurso no es creíble ante la ciudadanía; en él se percibe claramente que la ausencia de denuncia profética viene motivada por espurias razones ajenas a un hombre religioso, a un hombre de fe.
¿Dónde está la compasión y la acogida? Aquí el protagonista es el obispo inquisidor que anatematiza con el dedo índice a homosexuales, lesbianas, abortistas, mujeres que tienen hijos mediante inseminación artificial -aquelarre de laboratorio, lo llamó un obispo-, a las que padecen violencia de género (“frecuentemente la reacción machista tiene su origen en que ella ha pedido la separación”, son palabras de un insigne arzobispo), a los que padecen la pederastia (“hay niños que provocan”, dijo un purpurado…), a los refugiados… Este territorio del sufrimiento humano es desconocido por muchos de nuestros obispos, que aplican sin compasión la normativa vigente -¿qué normativa?-. Jesús de Nazaret se compadecía y hasta lloraba por el sufrimiento de otros, de marginados de la sociedad.

Desde la fe no se puede atropellar al débil, al sufriente. Por el contrario, tienen que prevalecer la compasión y la acogida. Para no ir más lejos, ¿en qué ha quedado la iniciativa del papa Francisco de que se abran las iglesias a los refugiados? Aquí en España ¿no será porque la jerarquía no dispone de inmuebles suficientes para la acogida?
El evangelista Juan es contundente: “si uno dice que ama a Dios y no ama a su hermano, miente” (I Jn., 4,20. Alguien es creíble cuando es coherente. Si para Protágoras el hombre es la medida de todas las cosas, el amor y la misericordia es la medida de la fe.
Ser obispo no es anatematizar y condenar todo lo que se mueve, sino “compartir los sueños de los más vulnerables y excluidos”, nos recuerda, el obispo guatemalteco, Álvaro Ramazzini.

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