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martes, 10 de noviembre de 2015

El estilo y la autonomía del Sínodo de Roma, asuntos pendientes Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara


SínodoSe me ha ocurrido escribir de este tema a raíz de la finalización del Sínodo de los Obispos. Esta te ha sido la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. EL papa Pablo VI había percibido, como antes Juan XXIII, que solo la curia Vaticana no era suficiente para aunar la información de todas las iglesias locales, y por eso, al inaugurar la última sesión del Concilio, el 15 de Septiembre de 1965 creó, con el Motu Propio Apostolica sollicitudo, el Sínodo de los Obispos, con la misión de ayudar al sumo pontífice a realizar su tarea de gobierno en la Iglesia universal. Fue dotado, pues, de carácter consultivo, como “ayuda al Sumo Pontífice” en su ministerio de Gobierno de la Iglesia Universal. A decir, vedad, esto no ase casa muy bien con uno de los rasgos más característicos del Concilio Vaticano II, como es si insistencia en la colegialidad de los obispos, en la tarea del Gobierno de la Iglesia.

Es famosísima, e interesante, la polémica medieval entre teólogos y canonistas sobre la máxima autoridad en el gobierno de la Iglesia. No sé si fue por el inevitable espíritu de cuerpo entre las diversas disciplinas académicas universitarias, o porque respondiera realmente a la verdad, pero el caso es que en la UPSA, (Universidad Pontificia de Salamanca) la opinión unánime, en su departamento de Derecho Canónico, era que los canonistas, más valientes en su apego a la verdad evangélica y eclesial que los teólogos, defendían, en contra de éstos, las tesis conciliaristas. Es decir, que en la perpetua discusión medieval sobre cual sería la máxima autoridad en la Iglesia, ellos señalaban al Concilio ecuménico, mientras que los teólogos, más sumisos y obedientes a la autoridad individual del obispo de Roma, defendían que era éste la autoridad máxima e inapelable de la Iglesia.
Antes de mis estudios canónicos, esta opinión me habría parecido descabellada. Pero inmerso en ellos, tengo que reconocer que la esencia de la ciencia jurídica hace, a los que la estudian, más exactos y rigoristas, no a favor de la sumisión a las normas, cual suele ser la fama de los canonistas como moralistas, rigoristas y literalistas, sino a favor de la claridad y la lógica en la aplicación de los preceptos jurídicos, con lo que los encargados de cumplirlos, que son los simples fieles, en el caso de la Iglesia, salen beneficiados contra el capricho, e incluso la tiranía, cuando no el abuso, de los encargados de exigir su cumplimiento. Sobre todo si, como es el caso del Papa de Roma, éste ejerce, al mismo tiempo, de legislador, de juez, y de poder ejecutivo.
Todos sabemos el poder que tenían los Sínodos diocesanos, incluso, muchas veces, en contra del obispo. Se solía pensar, y afirmar, que los obispos pasaban, pero que las determinaciones sinodales diocesanas permanecían, componiendo, poco a poco, un “corpus iuridicum”, es decir, mejor “canonicum”, que iba perfilando no solo la Historia, sino la naturaleza y la idiosincrasia de la esencia de la vida diocesana concreta de cada Diócesis.
Pero desde pronto nos extrañó que el Sínodo de los obispos en Roma no terminara con un documento vinculante, sino que, después, muchas veces desesperantemente tarde, un documento papal, no sinodal estrictamente, viniera no a interpretar y concretar, sino a hacer las veces magisteriales, y canónicas, de las disquisiciones de los padres sinodales. Incluso, en muchas ocasiones, flotaba en la Iglesia un tufillo, o runrún, de que el Papa habría aprovechado el Sínodo para enseñar, o disponer, algo no muy del agrado de la grey eclesial.
La impresión que tenemos ahora, o tal vez que tengo, más que tenemos, es que al papa Francisco le habría gustado más que el último Sínodo sobre la Familia hubiera sido más autónomo, siguiendo, eso sí, las pistas que el Papa tan explicita y claramente había marcado antes del mismo. Pero el caso es que la reunión sinodal ha hecho patente las inercias y los malos hábitos clericales, y ha elaborado un documento flotando en el éter de las verdades eternas e inmutables de la Santa Madre Iglesia, sin avanzar en nada que fuera nuevo, valiente y liberador. Y dejando esta tarea, la verdaderamente ardua y comprometida, a las espaldas, anchas, eso sí, y fuertes, del Papa Francisco.
Me inclino a pensar que el estilo y el contenido de la declaración sinodal no ha sido en modo alguno una simple coincidencia, sino algo perfecta y exactamente procurado por los padres sinodales, para no meterse en líos. O, en una hipótesis mucho más noble, para testimoniar la poca claridad y concreción con las que está pensado el Sínodo de Roma, y lo pueda arreglar este Papa, con su ya demostrada valentía, decisión, y claridad.

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