No creo que haya alguien que niegue que el fin del ser humano al llegar a este mundo es ser feliz; que a la sociedad en que ha nacido o habita le corresponde contribuir a lograrlo; y que, en fin, el estado que articula a la sociedad es el instrumento principal para que ese fin se haga realidad en lo posible…
Tampoco creo que haya alguien que no afirme que el papel principal del estado en tiempos de paz consiste en distribuir lo más equitativamente posible la riqueza producida; y que por riqueza entendemos un conjunto de bienes materiales y servicios que, en tiempos de progreso global, van desde lo básico para la vida (alimento, salud, habitación y energía) hasta lo deseable (educación). Y que si el estado no se fija como meta que el individuo que ha venido al mundo para ser feliz y se encuentra bajo su amparo no lo consigue, fracasa y es un estado fallido.
Por eso y por muchos esfuerzos que uno haga para entender el hecho consumado de “el sistema”, no se comprende que ni la sociedad ni el estado sean capaces de vertebrarse para procurar al individuo esa felicidad más allá de lo que el infortunio y el azar biológicos le deparen. La sociedad propiamente dicha, como organismo viviente, carece de los registros y recursos necesarios para lograr por sí misma la armonía deseable en su seno. Por lo que es el estado el encargado de proporcionarla públicamente. Pero resulta que la sociedad española es rehén de un gobierno y unos políticos que tienden a favorecer a pequeños grupos de población a costa de otros de grandes porciones, y a cortar opresivamente las alas a los que no encajan en su “ortodoxia” que no legalidad. Así es que si el egoísmo individual y de clan son un obstáculo para el reparto en la práctica insuperable, y siguiendo la línea de tratamiento dada por el actual ministro de Defensa al asunto catalán, parece que sólo la rebelión, la revolución o la guerra serían capaces de removerlo…
La civilidad progresiva depende de una progresiva aminoración de la fuerza centrípeta ejercida por religiones, ideologías y medios afines orientados a favorecer exclusivamente a grupos sociales y económicos concretos, pero últimamente también sobre el territorio catalán para evitar no ya la secesión sino tan siquiera sondear su voluntad. Jellineck se pronuncia a este respecto: un pueblo se convierte en nación cuando la conciencia de vivir juntos se convierte en voluntad política. La conciencia de vivir juntos está archiprobada. Queda conocer la voluntad política. Y si un estado a cuyo frente se encuentran individuos de catadura sospechosa no desean conocerla y se aprestan a abortar el intento con los tanques es un estado y un gobierno incivilizados. La piedra de toque está en cómo ha tratado el británico las inquietudes escocesas…
Todas las sociedades pasan más o menos por similares o distintas fases de incivilidad/civilidad. Desde el descabezamiento, la crucifixión, la decapitación y la guillotina para castigar al transgresor hasta la prisión confortable, hay un recorrido larguísimo; desde la esclavitud y la servidumbre hasta la abolición y el respeto a la propiedad privada y a la propiedad común, otro. Por eso, aparte de que la evolución hacia más civilidad suele ser irreversible, precisa tiempo. Cierto que se fuerza con el castigo, pero difícilmente formará parte del ADN colectivo (que es de lo que se trata) quemando etapas.
España, después de cien años de retraso en civilidad por motivos varios y viendo lo que han ido dando de sí el grueso de sus dirigentes, ha de apresurarse para recuperar el tiempo perdido en el proceso civilizatorio global. Las leyes no bastan. En demasiados casos sobran, pues hay demasiadas, y en demasiados otros colisionan y se entorpecen entre sí. Por cierto, que si en el gobierno español hubiera tres o cuatro catalanes de pura cepa, y un grupo nutrido catalán en los escaños del Congreso estemos seguros de que las maniobras que ahora está haciendo el partido del gobierno para anatematizar las aspiraciones masivas de Cataluña ca el tratamiento legalista se volvería como un calcetín a favor de la “causa” catalana. Ahí se ve la inconsistencia de la juridicidad en manos de gobernantes miserables…
Viene habiendo desde hace mucho tiempo sospechas a este respecto. Por eso, si ahora el gobierno español sofoca cualquier intento de conocer la voluntad política de Cataluña y no respeta sus propósitos so pretexto de ilegalidad, no hará más que confirmar que España no es una democracia si no una dictadura más, franquista, encubierta.
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