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lunes, 14 de septiembre de 2015

El clero, ¿debería ser tan importante, influyente y poderoso en la Iglesia? Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

Quiero recordar que estas líneas están escritas en el siguiente contexto: la comunidad cristiana ¿puede o no considerarse una “religión”? Para entender mi punto de vista, lo expondré brevemente: considero la Religión como una de las mayores creaciones del género humano, respondiendo a sus necesidades de seguridad, de tranquilidad y sosiego psicológicos, y de defensa contra las fuerzas hostiles, primero de la propia naturaleza, y depués de otros grupos humanos potencialmente peligrosos en su agresividad. No hay más que leer las innumerables súplicas que el pueblo de Israel presenta a su Dios para que lo defienda y proteja contra las fuerzas de la naturaleza, o de las embestidas de los enemigos. Quedémonos, pues, con la idea fundamental: la religión surge del hombre, y su dirección es de abajo-arriba.

La sagrada Escritura es, desde las primeras páginas, un intento indiscutible y claro de dejar bien sentado que la iniciativa la tomó Dios-Yavé, que creó al hombre, le puso una norma-prueba con lo del fruto del árbol de la ciencia, y del bien y del mal, fue guiando a los patriarcas, y, cuando en vedad comienza la verdadera y auténtica historicidad de Israel, con el Éxodo, Él elige un líder, lo alecciona, a él y a su ayudante Aarón, y los envía a una misión que jamás podría ni siquiera haber pasado previamente por la cabeza de ambos. Todo esto dejando de lado, en esta ocasión, el estilo y función del lenguaje bíblico, con su simbolismo, y sus géneros literarios. Pero lo que la Biblia nos cuenta no comienza desde abajo, sino que viene de arriba. A esto lo llamamos, con mucho más sentido y precisión, Revelación. La experiencia judeo cristiana es pues, no una Religión, sino una Revelación.
Y así lo vivieron los primeros cristianos, con altibajos, como es de imaginar. No fue tan idílica, como nos hicieron sentir en algún momento nuestros formadores, la Iglesia primitiva. Peo runa cosa quedó siempre salvaguardada: la fidelidad al evangelio, en sus línea maestras. Y la evidente falta de los tres elementos necesarios para poder hablar de religión: A), el espacio sagrado, (no tenían templos, celebraban sus reuniones en las casas, o en lugares escondidos, en Roma en las catacumbas); B), carecían del verdadero alcance de lo que consideramos tiempo sagrado (sólo reconocían la Pascua anual, y sus pequeñas sucursales de cada “dies dominica”, de los domingos, que les hacía ir, como decía San Justino, de Pascua en Pascua hasta la pascua anual de primavera, y, más tarde, hasta la Pascua definitiva en la Vida eterna), y, sobre todo, no había nada parecido a lo que hoy llamamos clero.
A los que objeten que sí que tenían cuadros ministeriales, como presbíteros, epíscopos, diáconos, lectores, encargados de la seguridad de los centros de celebración, -ostiarios-, catequistas, viudas, etc., hay que decirles que esta misma existencia de ministerios nos reafirma en la idea de que los ministerios ni eran “profesionales”, y, lo que tal vez es más importante, no era necesario formar parte, primero, para llegar a ellos, de un clan o una casta, como hoy apreciamos en la Iglesia, en lo que podemos denominar, sin ningún atisbo de ofensa ni impropiedad, casta clerical. (Es emblemático el caso de San Ambrosio, (Tréveris, c. 340 – Milán, 4 de abril de 397, siglo IV, por tanto), un poco más tarde de lo que podemos llamar Iglesia primitiva, fue aclamado como obispo por la asamblea cristiana de Milán, cuando todavía no era ni siquiera bautizado.
El problema es que no se trata, ahora, de una simple división administrativa, sino de una seria separación, verdadera brecha y muro jurídicos, llamados eclesialmente, canónicos. Y lo peor es que esa división, y ese tajo que se produce en la Iglesia, poco a poco, partir del siglo V, es presentado en el actual Derecho Canónico como de “institución divina”. Así leemos en en el último Código de este derecho de la Iglesia la siguiente proclamación aterradora: C. 207, § 1. Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan también clérigos; los demás se denominan laicos”. Que la Iglesia se divida en dos cuerpos tan diferentes, y que uno de ellos, el de los clérigos, ostente todos los poderes, tanto ministeriales-litúrgicos, como organizativos y jurisdiccionales, no solo es ya asustador, sino que alcanza tintes definitivos cuando se declara que esta situación es así “por institución divina”. (Sería mucho mejor, y mas esclarecedor, hablar de “institución cristológica”, o, todavía mejor, jesuana, algo que resultaría igualmente falso y falaz). ¿Alguien que haya leído atentamente el Evangelio podría imaginar a Jesús estableciendo esa enorme y gigantesca diferencia entre sus seguidores, en el Reino de Dios que Él anunciaba?
Mi respuesta es que no. Y también lo es de un buen número, cada vez mayor, de teólogos, y, sobre todo, de biblistas, que, por prudencia, no se pronuncian con la meridiana claridad con que lo hago en estas líneas. Es mucho más sincero, verdadero, y, claro está, mucho más frágil, reconocer que esta triste y extraña vuelta a lo más característico de la “religión natural” no viene de Dios, ni de Jesús, ni de Jesucristo, sino de la propia, y siempre temerosa debilidad humana, que pretende blindarse, para asegurar su poder, ante la incerteza que provocaría vivir la radical igualdad fraterna que Jesús predicó en su Evangelio.

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