Los sangrientos incidentes, que se
han provocado en París con motivo de los asesinatos causados por el fanatismo
religioso islamista contra los periodistas de Charlie Hebdo, han
desencadenado la indignación y el miedo por casi toda Europa. Y la lógica del
discurso, como es normal, se orienta mayoritariamente a condenar la violencia
irracional de los terroristas. Sin embargo, si la cosa se piensa a fondo, me
temo que se cargue la mano sobre algo que es muy verdadero: la violencia
criminal de los intolerantes de la religión. Pero, tan cierto como lo que acabo
de decir, es que el empeño legítimo por defender la libertad de opinar en una
sociedad democrática, puede ocultar otro aspecto fundamental de la cuestión, a
saber: que la religión es un asunto
extremadamente serio. Porque la religión
toca las fibras más profundas en las convicciones que dan sentido a la vida de
millones de seres humanos. Y con esto – si es que tomamos la vida muy en serio –
hay que tener mucho cuidado.
No pretendo en modo alguno justificar el terror y la violencia de los
terroristas que, en nombre de “lo divino”, se atreven a violentar e incluso
asesinar “lo humano”. Sólo pretendo recordar que la religión es un asunto muy
serio. Es más, como se ha dicho con toda razón, “la religión puede ser
mortalmente seria”. Es la “seriedad absoluta, que deriva del trato con
superiores invisibles…, prerrogativa de lo sagrado que caracteriza a la
religión” (W. Burkert, P. Hassler, D. D. Hughes). Más aún, como es bien sabido,
la intuición genial de Rodolph Otto nos advirtió sabiamente que la experiencia
del hecho religioso es en realidad el encuentro con el “mysterium
tremendum”, un misterio “que hace temblar” a no pocas
personas y grupos humanos.
Insisto: si es importante respetar la libertad de expresión, y en esta
libertad hay que educar a la ciudadanía; pero también es importante que todos
nos eduquemos en el respeto a las creencias y convicciones de los demás, con tal
que tales creencias no lleven a la violencia en ninguna de sus formas.
Por supuesto que no es equiparable la violencia de un arma de fuego con la
violencia de un lápiz. Pero tan cierto como eso es que no debe ser bueno para
nadie lo que atinadamente ha dicho un artista francés bien conocido: “Mofarse de
todo el mundo es una tradición muy arraigada en Francia desde Voltaire”
(Christian Boltanski). Y que nadie me venga con las sutiles precisiones
lingüísticas que ha hecho Alberto Manguel. Por supuesto, que “la razón tiene
derecho a reírse de la locura”. Como no es lo mismo la “sátira” que el
“insulto”.
Estamos de acuerdo con todas las precisiones que los pensadores y lingüistas
nos quieran y nos deban hacer sobre lo que han hecho los ingeniosos periodistas
del humor de Charlie Hebdo. Pero, ¡por favor!, no olvidemos que las palabras,
las ideas y las sutiles distinciones de los sabios, nunca pueden abarcar
la totalidad de lo real. Y la realidad – triste y dura realidad – es
que, con demasiada frecuencia, el que se dedica al oficio de mofarse de los
demás, por muy artista que sea, posiblemente sin darse cuenta de lo que hace, en
realidad a lo que se puede dedicar muchas veces es a despreciar a quienes
discrepan de sus ideas, por más respetables que sean. Pasar de la sátira al
desprecio es más fácil de lo que sospechamos. Pero, es claro, que quien se ve o
se siente despreciado, una y otra vez, llegará el día en que se ponga como un
loco a violentar y matar al que le ofende.
¿Que hay que vigilar a los terroristas? Por supuesto. Pero que quede claro
que no es menos urgente vigilar también a quienes se dedican a la desagradable
tarea de la burla y la mofa como oficio.
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