¿Derecho a la irreverencia?
José Bada escribió hace casi
nueve años un artículo que hoy nos envía, terciando en la discusión sobre el
derecho a la libertad de expresión y aportando la perspectiva
de la ética de la responsabilidad.
El derecho a expresar
libremente lo que se piensa es, sin duda, uno de los derechos humanos
fundamentales. Ninguna ley debería restringir ese derecho arbitrariamente y, en
tal sentido, muchos creemos que en esta materia la mejor ley es la que no
existe. No es que no se pueda ofender con palabras, escritos o viñetas,
mintiendo e insultando a los otros en público, que esto no sea delito o que no
se deba responder por ello antes los tribunales. Pero no antes de que se haya
producido y, menos, tomarse la justicia por su mano. Todo esto ya se sabía y
apenas habrá quien lo discuta en una sociedad abierta, laica y pluralista.
De acuerdo también
cuando se dice que Europa no ha de arrugarse ante la amenaza del terrorismo
islamista, ni renunciar a la mejor herencia del siglo de las luces sólo por
miedo. Pero no comparto la opinión de quienes estarían dispuestos a defender el
derecho a la libertad de expresión caiga quien caiga, sobre todo si los que caen
son los otros. Ni de quienes siguen la máxima –¿queda alguno todavía?– de hacer
justicia aunque el mundo se hunda. Porque si el mundo se hunde, se acaba con los
principios, con el público, con la opinión pública, con los periodistas y con
los tertulianos, y aquí no queda ni el apuntador, o la conciencia, o Dios que
nos asista si ese es su nombre. La justicia por delante aunque el mundo se
hunda, la defensa de un derecho pase lo que pase, no se sostiene desde una ética
de la responsabilidad o de las consecuencias como pedía Max Weber.
Sacar pecho en defensa de la libertad de expresión o en su nombre, subirse a
la columna de los principios y reivindicar desde lo más alto el derecho a la
irreverencia, a la blasfemia incluso contra Dios o los dioses cuando no se cree
en ninguno es, por otra parte, una locura difícil de entender. Lo entendería en
una sociedad secuestrada en nombre de Dios, y me parecería incluso un acto digno
de alabanza y una sublevación legítima contra la intolerancia de un régimen
fanático. Lo entendería allá, en la situación descrita, y no lo entiendo acá en
situaciones normales de tolerancia, porque entiendo que la blasfemia va contra
los hombres y no contra las ideas o los dioses. Ya se trate de los hombres que
sólo son hombres pero imponen sus dogmas como si fueran dioses y entonces, con
razón, porque se hacen odiosos, o de los hombres que no imponen a nadie sus
creencias y entonces se les ofende sin que ninguna razón lo justifique. Una cosa
es blasfemar contra lo intolerable, renegar de un orden teocrático impuesto a
los ciudadanos, y otra muy distinta ofender a los fieles porque no se tolera que
ellos crean. Lo primero es defender la libertad de expresión, lo segundo es
atacar la de conciencia. Y también esto, lo segundo, es intolerable.
Todo esto debería estar claro. No obstante, para evitar malentendidos, diré
que no es intolerable, por ejemplo, hablar de Jesús como si fuera un hombre o
pintar a Jesús al desnudo. ¿De qué otra manera pueden hablar de Cristo los que
no creen en Cristo? ¿Y por qué no imaginarlo en carne mortal con todos sus
atributos? Lo intolerable es despreciar a los cristianos porque ellos creen que
ese Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y tenerlos por eso en menos que a los
otros hombres. Tampoco es intolerable pintar a Mahoma como se pinta a un hombre,
aunque lo es pintarlo como si fuera un terrorista con una bomba en la cabeza. ¿A
qué viene eso? ¿Acaso son terroristas todos los que le siguen?
Pensar que todos los que creen en Dios son unos fanáticos es fanatismo. Y
encerrar a todos los musulmanes en un mismo saco y ofenderlos a granel como si
todos fueran terroristas es, además de un acto incompatible con los principios
más elementales de la moral común, una injuria que solo pueden permitirse los
que carecen de la menor sensibilidad para una ética de las consecuencias. Puede
ser incluso una actitud típica, una pose quizás, de intelectuales
pequeño-burgueses.
José Bada
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