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miércoles, 21 de enero de 2015

¿Derecho a la irreverencia? José Bada

¿Derecho a la irreverencia?


Bada
José Bada escribió hace casi nueve años un artículo que hoy nos envía, terciando en la discusión sobre el derecho a la libertad de expresión y aportando la perspectiva de la ética de la responsabilidad.
El derecho a expresar libremente lo que se piensa es, sin duda, uno de los derechos humanos fundamentales. Ninguna ley debería restringir ese derecho arbitrariamente y, en tal sentido, muchos creemos que en esta materia la mejor ley es la que no existe. No es que no se pueda ofender con palabras, escritos o viñetas, mintiendo e insultando a los otros en público, que esto no sea delito o que no se deba responder por ello antes los tribunales. Pero no antes de que se haya producido y, menos, tomarse la justicia por su mano. Todo esto ya se sabía y apenas habrá quien lo discuta en una sociedad abierta, laica y pluralista.

De acuerdo también cuando se dice que Europa no ha de arrugarse ante la amenaza del terrorismo islamista, ni renunciar a la mejor herencia del siglo de las luces sólo por miedo. Pero no comparto la opinión de quienes estarían dispuestos a defender el derecho a la libertad de expresión caiga quien caiga, sobre todo si los que caen son los otros. Ni de quienes siguen la máxima –¿queda alguno todavía?– de hacer justicia aunque el mundo se hunda. Porque si el mundo se hunde, se acaba con los principios, con el público, con la opinión pública, con los periodistas y con los tertulianos, y aquí no queda ni el apuntador, o la conciencia, o Dios que nos asista si ese es su nombre. La justicia por delante aunque el mundo se hunda, la defensa de un derecho pase lo que pase, no se sostiene desde una ética de la responsabilidad o de las consecuencias como pedía Max Weber.
Sacar pecho en defensa de la libertad de expresión o en su nombre, subirse a la columna de los principios y reivindicar desde lo más alto el derecho a la irreverencia, a la blasfemia incluso contra Dios o los dioses cuando no se cree en ninguno es, por otra parte, una locura difícil de entender. Lo entendería en una sociedad secuestrada en nombre de Dios, y me parecería incluso un acto digno de alabanza y una sublevación legítima contra la intolerancia de un régimen fanático. Lo entendería allá, en la situación descrita, y no lo entiendo acá en situaciones normales de tolerancia, porque entiendo que la blasfemia va contra los hombres y no contra las ideas o los dioses. Ya se trate de los hombres que sólo son hombres pero imponen sus dogmas como si fueran dioses y entonces, con razón, porque se hacen odiosos, o de los hombres que no imponen a nadie sus creencias y entonces se les ofende sin que ninguna razón lo justifique. Una cosa es blasfemar contra lo intolerable, renegar de un orden teocrático impuesto a los ciudadanos, y otra muy distinta ofender a los fieles porque no se tolera que ellos crean. Lo primero es defender la libertad de expresión, lo segundo es atacar la de conciencia. Y también esto, lo segundo, es intolerable.
Todo esto debería estar claro. No obstante, para evitar malentendidos, diré que no es intolerable, por ejemplo, hablar de Jesús como si fuera un hombre o pintar a Jesús al desnudo. ¿De qué otra manera pueden hablar de Cristo los que no creen en Cristo? ¿Y por qué no imaginarlo en carne mortal con todos sus atributos? Lo intolerable es despreciar a los cristianos porque ellos creen que ese Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y tenerlos por eso en menos que a los otros hombres. Tampoco es intolerable pintar a Mahoma como se pinta a un hombre, aunque lo es pintarlo como si fuera un terrorista con una bomba en la cabeza. ¿A qué viene eso? ¿Acaso son terroristas todos los que le siguen?
Pensar que todos los que creen en Dios son unos fanáticos es fanatismo. Y encerrar a todos los musulmanes en un mismo saco y ofenderlos a granel como si todos fueran terroristas es, además de un acto incompatible con los principios más elementales de la moral común, una injuria que solo pueden permitirse los que carecen de la menor sensibilidad para una ética de las consecuencias. Puede ser incluso una actitud típica, una pose quizás, de intelectuales pequeño-burgueses.
José Bada

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