Esta idea quedó difuminada y se tambaleó sobre todo
en las últimas décadas del s. XVIII con los planteamientos de la
Ilustración, la Revolución y la modernidad. Por eso, con la eclesiología
ultramontana que se desarrolla entre los años 30 y 70 del s. XIX, se
prepararon los ambientes católicos para aceptar sin condiciones las
afirmaciones tajantes del Vaticano I, que se mantuvieron firmes hasta el
pontificado de Pío XII. Afirmaciones de obediencia al papa (fuera quien
fuera), que se enseñaban en los tratados de eclesiología de Zapelena y
Salaverri, los manuales de eclesiología, que aprendíamos, seminaristas y
frailes, en casi toda Europa, en América y en todos los centros de estudios eclesiásticos en los que se enseñaba la doctrina católica.
En esta doctrina era central oponerse al laicismo, al relativismo, a
la izquierda política y a la revolución mediante un principio
fundamental: la soberanía del papa. Porque el papado era fundamento de
seguridad y estabilidad para la paz y la religiosidad que defendía la
derecha política. Pensar así era capital para un buen católico. Joseph
De Maistre lo dijo en frase lapidaria: “No hay moral pública ni carácter
nacional sin religión, no hay religión europea sin cristianismo, no hay
cristianismo sin catolicismo, no hay catolicismo sin papa, no hay papa
sin la supremacía que le corresponde”. Esta convicción fue difundida por
F. Lamennais, L. Bonald, Blanc de Saint-Bonnet, Karl Ludwig Von
Hurter, Donoso Cortés y J. L. Balmes (cf. Y. Congar). Estos autores
representaban la derecha política y la derecha religiosa. Las dos
grandes corrientes fundidas en un sola pirámide cuya cúspide era (y
sigue siendo) el papado.
No entro en más datos y detalles de esta historia del
pensamiento político y religioso que llegó hasta el concilio Vaticano
II. El pensamiento que, en este concilio, fue defendido apasionadamente
por los hombres de la Curia Vaticana. Y que se vio cuestionado
seriamente por la más sólida teología centroeuropea y los grandes
cardenales que la representaban. Las indecisiones de Pablo VI y la firme
voluntad restauracionista de Juan Pablo II y Benedicto XVI desembocaron
en el caos que impulsó a Joseph Ratzinger a dimitir de su cargo de
papa.
La solución a esta crisis del papado ha sido tan inesperada como
desconcertante. Un papa, el papa Francisco, que ha desplazado el centro
de la Iglesia y del papado: del “ritualismo religioso”, que siempre ha
fomentado la derecha, a la “bondad evangélica”, siempre tan cercana a
los últimos de este mundo. Y lo que estamos viendo ahora en la Iglesia –
y en otras muchas gentes que no querían saber nada de la Iglesia –
resulta tan lógico como problemático. Los que
antes predicaban la sumisión al papa, como criterio de autenticidad
católica, ahora no quieren ni oír hablar del papa. Éstos dan la
impresión de que les interesaba más la derecha política que la bondad
evangélica. Hay otros que, por lo visto, querían trepar por la derecha. Y
para eso les venía muy bien ser más papistas que el papa. Estos
“trepas” han tenido mala suerte. No saben qué hacer ni dónde ponerse en
esta nueva situación. También los hay quienes pretendían trepar por la
izquierda. Son los que, desde el día en que Pablo VI publicó la “Humanae
Vitae” (sobre la píldora), han andado a la greña con Pablo VI y con los
dos papas que le siguieron, sus obispos y sus teólogos. Pero, es claro,
ahora no saben cómo trepar. Y se les está notando demasiado. Porque han
estado unos meses que no sabían dónde ponerse. Ahora, como es lógico,
elogian al papa Francisco tanto cuanto les conviene. Pero no acaban de
fiarse. Porque querrían que el papa fulminase a todos los que ellos
fulminan.
Por eso, quienes no buscan, tanto en la religión como en la política,
nada más que lo que les conviene para instalarse bien en la vida, ésos
son los que, desde la tarde de la “fumata bianca” hasta el día de hoy,
no acaban de ver, en el papa Francisco, no sólo al hombre que la Iglesia
necesita, sino, antes que eso, el “jefe de fila” (Heb 12, 2) que nos
está trazando el camino de nuestra creciente humanización, en este mundo
tan deshumanizado.
¿Hay que “obedecer” al papa Francisco como a los demás papas? En la
medida en que este hombre singular y ejemplar nos acerca al modelo de
vida que nos presenta el Evangelio, en esa misma medida, más que
“obedecer”, lo que tenemos que hacer es intentar parecernos en humanidad
y bondad a la desconcertante cercanía al sufrimiento humano que nos
enseña cada día el papa Francisco. En esto, tenemos que ser como este
papa y como los demás. En la medida en que éste y todos los otros fueron
modelos de humanidad y bondad, es decir, modelos del Evangelio.
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