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lunes, 22 de diciembre de 2014

Los pueblos indígenas no hablamos dialectos, ni lenguas. Hablamos idiomas Ollantay Itzamná

La pasada semana, el diario El Comercio del Perú, publicó una nota informativa bajo el título: “El quechua muere de vergüenza en el Perú”[1], en la que, citando a la Agencia EFE, indica que las y los quechuas del país estaríamos abandonando nuestra lengua por vergüenza. Además, dicho matutino señala que la lengua quechua, históricamente promovida por la Iglesia Católica para la evangelización, comenzó a ser prohibida en el Perú a raíz de la rebelión de Túpac Amaru (siglo XVIII).
La colonialidad interna en los estados latinoamericanos se sustenta en la colonialidad cultural que las élites culturales oficiales imponen sobre el resto de las culturas subalternas. La cultura oficial, para justificar su violencia institucionalizada, y garantizar la permanencia de su “superioridad”, afianza el sentimiento de culpabilidad en sus víctimas, fustigando todo acto de rebeldía por parte de los subalternos. Por eso, el Perú criollo dice: “la lengua quechua se pierde porque los campesinos se avergüenzan de hablarlo, y a raíz de la rebelión de Túpac Amaru.” Es decir, ¡por culpa de la rebelión indígena y la vergüenza de los quechuas se pierde el patrimonio cultural peruano!
Las élites oficiales generalmente utilizan terminologías despectivas, no pocas veces prejuiciosas, para referirse y deslegitimar a las culturas no oficiales. Por eso, para aludir a los idiomas nativos utilizan el término de lengua y/o dialecto, pero lo que ellos hablan y enseñan lo categorizan como idioma. Nos llaman campesinos a los indígenas con la finalidad de anular discursivamente nuestra condición de sujetos de derechos especiales a nivel internacional. Saben que a los campesinos no les asisten mayores derechos.
El lingüista lituano Max Weinreich (siglo XX), definió que la lengua “es un dialecto con un ejército y un navío detrás”. Del mismo modo, en la actualidad, el idioma es una lengua con un ejército y una marina detrás. Es decir, la progresiva jerarquización conceptual de dialecto, lengua, idioma, que supuestamente correspondía a los diferentes niveles de “desarrollo” civilizatario de los pueblos no tiene ningún sustento científico. Fue y es sólo producto de las circunstancias político militares del momento. Según la lingüística, la semiótica o la antropología, todos los pueblos hablamos idiomas, y ninguno es superior o inferior a otro.
Fueron los “vencedores” quienes, sobre los escombros de los pueblos, establecieron que su medio de comunicación se denomine idioma, y el medio de los “derrotados”, lengua o dialecto. Aquellos se imponen como la cultura, modelo oficial, a seguir. Los “derrotados”, idealizan, sueñan con ser parte de los “vencedores”. Por eso, el “vencedor” (ni quienes quieren sentirse parte de ellos) no aprende, ni promueve la “lengua” de los “derrotados”. Pero, regularmente los aymaras hablan quechua y castellano, los quechuas hablamos castellano y otros idiomas. Pero, generalmente los mestizos y/o criollos no hablan idiomas nativos, pero sí se esfuerzan por el inglés, francés, alemán, etc., idiomas de supuestas civilizaciones “desarrolladas”.
Si deseamos realizar una sociometría de la estratificación sociopolítica de la realidad de un país colonizado, o de su condición de colonialidad, suficiente observar la estratificación idiomática en la cotidianidad. Unos pocos esforzándose en los idiomas de los ejércitos dominantes (despreciando los idiomas nativos), y otros muchos, producto del racismo institucionalizado, intentado esconder su milenaria riqueza idiomática. Es más, como bien sostiene el semiólogo suizo Ferdinand de Saussure (siglo XIX), las estructuras idiomáticas son la expresión de las estructuras culturales de los pueblos.
En el mundo coexisten cerca de 5 mil idiomas nativos hablados por otro tanto de pueblos. En el Perú, cerca de 50 idiomas. En Guatemala, 22 idiomas mayas. En Bolivia, más de 30 idiomas nativos. Todos son idiomas. Tan válidos como los de origen europeo, asiático o de cualquier otra procedencia. Si alguien, en el siglo XXI, se quiere atribuir la categoría de superioridad idiomática-cultural padece una gangrena terminal de la enfermedad del racismo, y un crónico complejo de inferioridad. A los pueblos indígenas nos vencieron, pero jamás nos derrotaron. Muestra de ello es la actualidad de nuestra riqueza idiomática milenaria.

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