Fuerte y frágil, ambas al mismo tiempo, son las acciones genuinamente
humildes. El gesto más claro de humildad en lo que va del siglo XXI lo
dio Joseph Ratzinger al renunciar al Papado. Hay que tener mucho valor
para despojarse del poder que da ser el sucesor de Pedro.
Puede parece una columna sobre religión,
pero no lo es. Ayer se cumplió un año de la renuncia de Benedicto XVI.
Luego de ocho años como Papa, y con una salud estable a pesar de los
años, tomó una decisión que dejó boquiabierto a los creyentes y a los
ateos. Para los católicos, era inconcebible que un Papa marcado por lo
tradicional, la conservación del mensaje eclesial, el enfrentamiento
contra el mundo actual de consumo y placer, el estudio rigurosos de las
fuentes… era inconcebible decía, que un Papa de ese talante tomara una
decisión que rompía con 600 años de funcionamiento de la Iglesia, donde
ningún Papa había renunciado.
A los no creyentes y a los que ven con malos ojos la institución de
la Iglesia, Ratzinger les mostró que tanto la organización como él, eran
más abiertos al cambio de lo que sus detractores piensan. Aquello que
para muchos es asfixiante: el canon, el rito, los mandamientos, el
continuo examen de conciencia, la plegaria… fue la fuente desde donde
surgió la transformación. Aquel hombre que parecía el menos proclive a
transformar algo, fue quien revolucionó la Iglesia del siglo XXI,
permitiendo la llegada del primer Papa americano en toda la historia.
Benedicto XVI asumió sin el aura de bondad que rodeaba a Juan Pablo
II. Asociado además con el pensamiento más conservador de la Iglesia, y
con el estigma de alemán que creció junto al nazismo, Ratzinger vivió su
papado en una atmósfera general de frialdad y desconfianza. La
apelación a un posible pasado nazi de Ratzinger ocupó los primeros
meses. Pero la historia era clara: siendo seminarista, con 16 años, fue
obligado por el Estado a formar parte del cuerpo de auxiliares de la
defensa aérea alemana. Su padre lo habría enviado al Seminario para
evitar que lo reclutaran las Juventudes Hitlerianas, algo que se volvió
imposible a partir de 1941, tanto para él como para su hermano. En 1944
logró salir del grupo para siempre y seguir el camino religioso, que era
el único camino que él había elegido.
Por alemán, por conservador, por falta de carisma, por comparación
con lo que era Juan Pablo II, por no abolir el celibato, por no darle
más espacio a las mujeres, por no investigar la curia, por los
documentos que filtró el mayordomo (los Vatileaks), Benedicto XVI tenía
una lupa encima y los medios de comunicación no le permitían dar un paso
en falso. Y él dio el paso que nadie esperaba: dejó libre la silla de
San Pedro. No fue el revolucionario, sino quien permitió la posibilidad
de revolución.
Entre tanta gente que se “atornilla” a la silla que le tocó (así sea
la silla de director, ministro, concejal vecinal, jefe de sección,
catedrático grado 5, editor jefe, coordinador general…) y es incapaz de
pensar que la silla no le pertenece u otro podría utilizarla mejor,
Benedicto XVI dio un gesto de humildad que traspasa la historia de la
Iglesia. La humildad es uno de los conceptos que se entiende peor hoy en
día. Se le asocia con la debilidad, con la medianía, con el
conformismo. Pero no es eso. La humildad necesita de agallas, de
contundencia, de saberse perfectible, nunca dueño absoluto de la verdad
pero sí de las decisiones que uno toma. Fuerte y frágil, ambas al mismo
tiempo, son las acciones genuinamente humildes. El gesto más claro de
humildad en lo que va del siglo XXI lo dio Joseph Ratzinger al renunciar
al Papado. Hay que tener mucho valor para despojarse del poder que da
ser el sucesor de Pedro.
Abandonó la silla del Vaticano y anunció que se quería “alejar del
mundo.” Desde entonces, sólo se lo pudo ver cinco veces. Esta semana su
secretario, el arzobispo Georg Ganswein, dijo que Ratzinger está muy
bien a pesar de sus 86 años. Reza el rosario todas las tardes caminando
por los jardines del exmonasterio donde vive, contesta correspondencia,
estudia, toca el piano, recibe visitas y medita. Pero además, habla con
frecuencia con el Papa Francisco. “Se escriben, se llaman por teléfono,
conversan, y hacen invitaciones”, declaró Ganswein a Reuters.
Detrás de todo el aire nuevo que trajo Francisco, están también sus
charlas con Ratzinger, el Papa que, humildemente hace un año, abrió las
ventanas del Vaticano y se fue.
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