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miércoles, 19 de febrero de 2014

El otro Papa Facundo Ponce de León


Fuerte y frágil, ambas al mismo tiempo, son las acciones genuinamente humildes. El gesto más claro de humildad en lo que va del siglo XXI lo dio Joseph Ratzinger al renunciar al Papado. Hay que tener mucho valor para despojarse del poder que da ser el sucesor de Pedro.
Puede parece una columna sobre religión, pero no lo es. Ayer se cumplió un año de la renuncia de Benedicto XVI. Luego de ocho años como Papa, y con una salud estable a pesar de los años, tomó una decisión que dejó boquiabierto a los creyentes y a los ateos. Para los católicos, era inconcebible que un Papa marcado por lo tradicional, la conservación del mensaje eclesial, el enfrentamiento contra el mundo actual de consumo y placer, el estudio rigurosos de las fuentes… era inconcebible decía, que un Papa de ese talante tomara una decisión que rompía con 600 años de funcionamiento de la Iglesia, donde ningún Papa había renunciado.
A los no creyentes y a los que ven con malos ojos la institución de la Iglesia, Ratzinger les mostró que tanto la organización como él, eran más abiertos al cambio de lo que sus detractores piensan. Aquello que para muchos es asfixiante: el canon, el rito, los mandamientos, el continuo examen de conciencia, la plegaria… fue la fuente desde donde surgió la transformación. Aquel hombre que parecía el menos proclive a transformar algo, fue quien revolucionó la Iglesia del siglo XXI, permitiendo la llegada del primer Papa americano en toda la historia.
Benedicto XVI asumió sin el aura de bondad que rodeaba a Juan Pablo II. Asociado además con el pensamiento más conservador de la Iglesia, y con el estigma de alemán que creció junto al nazismo, Ratzinger vivió su papado en una atmósfera general de frialdad y desconfianza. La apelación a un posible pasado nazi de Ratzinger ocupó los primeros meses. Pero la historia era clara: siendo seminarista, con 16 años, fue obligado por el Estado a formar parte del cuerpo de auxiliares de la defensa aérea alemana. Su padre lo habría enviado al Seminario para evitar que lo reclutaran las Juventudes Hitlerianas, algo que se volvió imposible a partir de 1941, tanto para él como para su hermano. En 1944 logró salir del grupo para siempre y seguir el camino religioso, que era el único camino que él había elegido.
Por alemán, por conservador, por falta de carisma, por comparación con lo que era Juan Pablo II, por no abolir el celibato, por no darle más espacio a las mujeres, por no investigar la curia, por los documentos que filtró el mayordomo (los Vatileaks), Benedicto XVI tenía una lupa encima y los medios de comunicación no le permitían dar un paso en falso. Y él dio el paso que nadie esperaba: dejó libre la silla de San Pedro. No fue el revolucionario, sino quien permitió la posibilidad de revolución.
Entre tanta gente que se “atornilla” a la silla que le tocó (así sea la silla de director, ministro, concejal vecinal, jefe de sección, catedrático grado 5, editor jefe, coordinador general…) y es incapaz de pensar que la silla no le pertenece u otro podría utilizarla mejor, Benedicto XVI dio un gesto de humildad que traspasa la historia de la Iglesia. La humildad es uno de los conceptos que se entiende peor hoy en día. Se le asocia con la debilidad, con la medianía, con el conformismo. Pero no es eso. La humildad necesita de agallas, de contundencia, de saberse perfectible, nunca dueño absoluto de la verdad pero sí de las decisiones que uno toma. Fuerte y frágil, ambas al mismo tiempo, son las acciones genuinamente humildes. El gesto más claro de humildad en lo que va del siglo XXI lo dio Joseph Ratzinger al renunciar al Papado. Hay que tener mucho valor para despojarse del poder que da ser el sucesor de Pedro.
Abandonó la silla del Vaticano y anunció que se quería “alejar del mundo.” Desde entonces, sólo se lo pudo ver cinco veces. Esta semana su secretario, el arzobispo Georg Ganswein, dijo que Ratzinger está muy bien a pesar de sus 86 años. Reza el rosario todas las tardes caminando por los jardines del exmonasterio donde vive, contesta correspondencia, estudia, toca el piano, recibe visitas y medita. Pero además, habla con frecuencia con el Papa Francisco. “Se escriben, se llaman por teléfono, conversan, y hacen invitaciones”, declaró Ganswein a Reuters.
Detrás de todo el aire nuevo que trajo Francisco, están también sus charlas con Ratzinger, el Papa que, humildemente hace un año, abrió las ventanas del Vaticano y se fue.

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