Enviado a la página web de Redes Cristianas
En el tema del aborto lo que debemos
considerar no es solo la dimensión biológica, sino también la
antropológica. Para intentar establecer cuándo comienza la vida humana,
lo primero que debe precisarse es qué se entiende por “vida” y por
“humana”. Porque si por vida se entiende la capacidad de sobrevivencia
autónoma y por “humana” la aparición de las cualidades propias de la
persona, la cuestión se situaría, desde luego, en una etapa ulterior a
la fecundación, e incluso del nacimiento. En la especia humana, una
parte considerable del desarrollo neuronal tiene lugar después del
nacimiento.
No se trata solo del “derecho humano a la vida”, sino a una “vida
digna”, es decir, de seres humanos dotados para el pleno ejercicio de
las facultades distintivas de su condición. Es, pues, un gran disparate,
propio de la incompetencia y de la irresponsabilidad de quienes toman
decisiones que afectan a toda la ciudadanía, que se prohíba la
interrupción del embarazo en casos de malformación del feto. Identificar
anomalías de esta naturaleza –que, si llega a nacer, serán
irreversibles- y exigir a la madre terminar una gestación que, muy
probablemente, concluiría con graves riesgos para la vida de la
progenitora, es una irresponsabilidad política que la ciudadanía no
puede permitir y contra la que debe rebelarse.
En el proceso de embriogénesis carece de sentido aseverar que el
principio y el producto son la misma cosa, que la semilla es igual al
fruto y que la potencia es igual a la realidad. El cigoto posee el
potencial de diferenciarse escalonadamente en embrión, pero no la
potencialidad y la capacidad autónoma y total para ello. Anticipándose
al debate actual sobre esta cuestión, Pedro Laín Entralgo escribía en El
cuerpo humano (1989): “El cigoto humano no es un hombre, un hombre en
acto, y solo de manera incierta y presuntiva puede llegar a ser un
individuo humano”.
Los científicos –rodeados de interrogantes, más que
de respuestas- no pueden adoptar posiciones dogmáticas en campos de
múltiples irisaciones conceptuales, y menos aún en los que entran de
lleno las cuestiones filosóficas y teológicas. Por lo mismo, como Juan Pablo
II tuvo ocasión de proclamar con toda claridad en referencia a Galileo,
no corresponde a las autoridades eclesiásticas pronunciarse sobre temas
propios de la ciencia. La misma actitud debe exigirse a las autoridades
políticas. Sin embargo, ni unas ni otras suelen cumplir dicha
indicación.
En un tema social, legal y humanamente tan complejo como el del
aborto, lo mínimo que se exige es la coherencia. Lo más importante es
eliminar las circunstancias que inducen a abortar, porque la realidad se
venga cuando no se la reconoce. Hay que evitar un nuevo tipo de
discriminación: el del “turismo abortivo”, que practican las personas
adineradas, frente al aborto clandestino, lleno de riesgos y de
humillaciones, de las mujeres que no disponen de recursos.
A la conciencia, el compromiso social y la voluntad política debe
unirse la competencia profesional. Las múltiples facetas que recubre un
tema tan complejo (prevención, educación, rehabilitación, integración,
etc.) requieren un planteamiento interdisciplinario, con una secuencia
bien ordenada de acciones de acuerdo con los criterios de prioridad que,
según el relieve, la urgencia y la irreversibilidad relativa de los
diversos casos, se establezcan.
“La diferencia entre los políticos y los estadistas –escribió Sir W.
Liley- consiste en que los primeros piensan en las próximas elecciones y
los segundos en las próximas generaciones”. Asegurar la calidad de vida
con todos los conocimientos científicos es, pues, una acción esencial
del Estado. Esto es lo que se ha logrado con el Plan Nacional de
Prevención. Por el contrario, imponer por ley una vida
de sufrimiento e inhumanidad a las personas que nacerán con graves
discapacidades, a sus familias y cuidadores; interferirse, por ley, en
las conciencias de las mujeres hasta violentarlas; no respetar su
derecho a decidir en cuestiones tan personales, íntimas y decisivas para
su vida como es la maternidad e imponérsela por decreto es propio de
Estados totalitarios. Eso es precisamente lo que hace el proyecto de Ley
de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer
Embarazada.
Si a esto se añade la complicidad con la jerarquía católica española
y con las asociaciones autodenominadas “Provida” que, tras presionar de
múltiples formas durante la preparación de la ley, han aplaudido
inmediatamente su aprobación por el Consejo de Ministros –como antes
hicieron con la Ley Orgánica de la Calidad Educativa, que impone la
asignatura de religión como evaluable-, e incluso quieren que sea
todavía más restrictiva, estamos ante un Gobierno de tendencias
claramente confesionales de carácter nacional-católico, que va a imponer
a la ciudadanía una moral privada regida por la religión, y no una
ética laica, común a todos los ciudadanos. ¿Qué sucede, entonces? Que,
con esta ley, el Gobierno considera delito lo que los dirigentes
eclesiásticos califican de pecado y, en consecuencia, penaliza a los
médicos con la cárcel. ¡Algo inconcebible en un Estado no confesional!
Los obispos defienden la vida, es verdad, pero la vida del no-nacido
y la vida después de la muerte. Sin embargo, no vemos tanto celo en la
defensa de la vida de las personas ya nacidas, sobre todo la de quienes
la ven amenazada día a día, especialmente las mujeres víctimas de
feminicidio. Mucho nos tememos que esa va a ser la actitud del Gobierno
si lograra aprobarse la ley ahora en proyecto. A los hechos nos
remitimos.
La complicidad entre obispos y Gobierno de la Nación empero, no es
de todos los católicos, sino de los dirigentes episcopales, que solo se
representan a sí mismos. En el seno del catolicismo existe un amplio
pluralismo ideológico en este tema, y numerosos colectivos católicos
defienden la vigente ley de plazos que ahora se pretende derogar, y se
oponen a la ley de Ruiz-Gallardón, que es contraria a la libertad de
conciencia y trata a las mujeres como menores de edad al no reconocerlas
como sujetos morales capaces de decidir por su cuenta.
Lo que estas reflexiones pretenden es evitar que la ley sea aprobada
por la mayoría parlamentaria absoluta que actualmente permite al
Parlamento español adoptar normas que la mayoría de los ciudadanos
rechazan, ya que implica un nuevo recorte de los derechos humanos, quizá
el más grave de todo, cual es el derecho de las mujeres a elegir
libremente la maternidad y hacerlo en tiempo oportuno, sin coacciones
externas, y menos del Estado, que debe velar por el ejercicio de ese
derecho, en vez de negarlo y obstruirlo como hace este proyecto de ley.
Hay que impedir que se consume otro recorte de los derechos de las
mujeres, que se suma a los que el Gobierno del Partido Popular viene
llevando a cabo desde su toma de posesión hace dos años.
Federico Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura de
Paz y Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias
de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.
EL PAÍS, 6 de enero de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario