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miércoles, 8 de mayo de 2013

¿Es la comunión unión? José Cobos, catedrático

Enviado a la página web de Redes Cristianas
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Hace unas semanas apareció en la prensa una noticia referida al párroco de una localidad alicantina, Monforte del Cid, que se había negado a que una niña con discapacidad mental “severa” asistiera a la catequesis preparatoria de la Primera Comunión.
Ante las protestas de los vecinos, el obispo acudió en ayuda del párroco, aduciendo que aquella decisión no era una manía de éste, sino que respondía a la “normativa de la Iglesia”. Argumentaban ambos que la mencionada niña era incapaz, debido a su enfermedad, de captar el verdadero sentido del sacramento que deseaba recibir.
Pero, ¿alguien es capaz de entender el sentido de este sacramento? Si en él se produce la transustanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, y tal transustanciación es uno de los principales misterios del cristianismo, y un misterio es, por definición, algo que no se puede comprender: ¿qué diferencia existe entre una niña con discapacidad mental severa y el más avisado de los doctores de la Iglesia? Frente al misterio, todos somos igual de ignorantes. Si no, no sería un misterio. Creo que ante el misterio expresado en la eucaristía, todos somos niños o niñas intelectualmente discapacitados. Desde este punto de vista, nadie debería recibir la ostia consagrada, pues nadie es capaz de captar el sentido de lo que tal acto supone.
Pero resulta que mi ignorancia sobre cuestiones teológicas es absoluta. Supongamos que es cierto que nadie puede entender el misterio de la transustanciación (precisamente porque es un misterio), pero que las personas mentalmente no incapacitadas pueden acercarse al mismo mediante el uso de, digamos, la vía analógica. Respecto al misterio de la Trinidad, recuerdo que de niños nos solían decir que imaginásemos tres velas que unen sus llamas en una sola. Pues bien, tal vez una persona docta sea capaz, aunque de esa forma analógica, de comprender algunos de los ingredientes que conforman el misterio de la transustanciación, y que la niña de Alicante no lo sea.
Es cierto que esa persona docta no acabará de entender nunca (pues su intelecto es finito) cómo el pan se transforma en la carne de Cristo, pero sabe al menos lo que es el pan, y quién es Cristo, y qué significa la aristotélica sustancia (frente a los meros “accidentes”), y qué quiere decir que algo se transforme en otra cosa, y sabe además que Jesús repartió entre sus discípulos el pan y el vino durante la Ultima Cena, y que dijo tales y tales palabras sobre ese pan y ese vino, y sobre su cuerpo y su sangre, etc, etc- ¿Quiere decir eso que mientras más sepas, más apto eres para recibir el sacramento de la eucaristía? ¿La comunión implica, pues, una suerte de esfuerzo intelectual, y no esa “pobreza de espíritu” de la que habló Jesús en el sermón de la montaña, y que tan bien podría estar representada por la niña de Monforte del Cid?
Que yo sepa, Cristo nunca enfatizó el intelecto por encima de otras cualidades. Se rodeó de pescadores, de artesanos, de gente sencilla, no de sabios. Curó tullidos y leprosos, se compadeció de prostitutas y ladrones arrepentidos. En la última cena, justo después de repartir el pan y el vino que eran su verdadero cuerpo y su verdadera sangre, lo que dijo fue que nos amásemos los unos a los otros, no que estudiásemos filosofía aristotélica.
Pienso que el amor no es incompatible con la deficiencia mental. Es más, he observado a lo largo de mi vida que las personas con deficiencia mental son las más necesitadas de amor, y también las que mejor y más intensamente saben expresarlo. Si la comunión significa unión, excluir a alguien de la comunión es aislarle, y privarle por tanto de ese amor que Jesús predicó. Es cierto que la niña de Monforte del Cid no entiende el sentido del sacramento de la eucaristía (¿y quién lo entiende?), pero estoy convencido de que tampoco entenderá nunca por qué se le priva de algo que al resto de sus compañeros y compañeras le es concedido.
Imaginemos que, por obra de un milagro, esta niña fuese transportada al cenáculo donde se celebró la última cena, mezclando su cuerpecito entre los fornidos cuerpos de los apóstoles. ¿Puede alguien imaginarse a Cristo, en el momento de repartir el pan y el vino, pasar por delante de ella y negarle lo que a los demás (incluido a Judas) les estaba regalando? Tal vez la “normativa de la Iglesia” de la que habla el obispo de Orihuela-Alicante deba ser afinada conforme al diapasón de ese “amaos los unos a los otros” que Jesús, en sus últimas horas, nos legó como su más preciado testimonio. Alguien en Monforte del Cid iba a alegrarse mucho de ello.

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