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martes, 23 de abril de 2013

Los obispos apelan al perdón para beatificar a 500 mártires de la Guerra civil Juan G. Bedoya

La Conferencia Episcopal se ha opuesto a la ley de la memoria histórica porque “reabre heridas”
Los obispos españoles, reunidos en asamblea plenaria desde el lunes, han aprobado un “mensaje” con motivo de la beatificación de “unos 500 mártires de la fe” durante la Guerra civil desatada en el verano de 1936 por un golpe militar que la jerarquía eclesiástica de la época apoyó con entusiasmo. La ceremonia se celebrará el 13 de octubre en Tarragona. Según el lema de la fiesta, “ellos fueron firmes y valientes testigos de la fe que estimulan con su ejemplo y ayudan con su intercesión”.
La beatificación fue concretada dentro del llamado “año de la fe” convocado por el ya emérito Benedicto XVI. “Es decisivo volver a recorrer la historia de la fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado”, decía el documento. Según los prelados españoles, “el siglo XX ha sido llamado, con razón, el siglo de los mártires”. Añaden: “La Iglesia que peregrina en España ha sido agraciada con un gran número de estos testigos privilegiados del Señor y de su Evangelio. Desde 1987, cuando tuvo lugar la beatificación de los primeros -las carmelitas descalzas de Guadalajara- han sido beatificados 1001 mártires, de los cuales 11 han sido también canonizados. Ahora, con motivo del Año de la fe – por segunda vez después de la beatificación de 498 mártires celebrada en Roma en 2007 – se ha reunido un grupo numeroso de mártires que serán beatificados en Tarragona en el otoño próximo”.
Entre los próximos beatos se encuentran los obispos Salvio Huix, de Lérida, Manuel Basulto, de Jaén, y Manuel Borrás, de Tarragona, un buen grupo de sacerdotes diocesanos, sobre todo de Tarragona, muchos religiosos y religiosas, y también seminaristas y laicos, la mayoría de ellos jóvenes aunque también hay ancianos.
Lo obispos consideran esta beatificación “una ocasión de gracia, de bendición y de paz para la Iglesia y para toda la sociedad”. “Vemos a los mártires como modelos de fe y, por tanto, de amor y de perdón. Murieron perdonando. No hay mayor libertad espiritual que la de quien perdona a los que le quitan la vida”.
No es la actitud de la Conferencia Episcopal, que se ha opuesto con obstinación a que los familiares de decenas de miles de personas asesinadas por los franquistas busquen los restos en las fosas a los que fueron arrojados a fosas y cunetas sin piedad, para darles sepultura. Los obispos acusaron al Gobierno socialista de reabrir heridas de la Guerra Civil cuando Rodríguez Zapatero promovió la llamada ley de la memoria histórica para facilitar la búsqueda de los asesinados. El episcopado lleva décadas empeñado en elevar a los altares a miles de los que consideran sus muertos en aquella contienda incivil, y, en cambio, cuando se lo proponen otros españoles con víctimas muy directas, se sentencia que ello reabre heridas que deben olvidarse.
Según la Conferencia Episcopal, toda la II República (1931-1939) significó para su iglesia “la última persecución religiosa”, con 6.832 mártires, entre ellos 4.184 sacerdotes y 12 obispos. La Conferencia Episcopal excluye de la relación a los curas fusilados por los fascistas en el País Vasco.
La ofensiva de la jerarquía católica para elevar a los altares a sus víctimas se inició apenas proclamada la victoria del sublevado general Franco, el 1 de abril de 1939. Pío XII, elegido Papa un mes antes, lo proclamó en un radiomensaje 15 días después (16 de abril): “La nación elegida por Dios acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista la prueba de que, por encima de todo, están los valores de la religión”. El pontífice rubricó esa admiración nombrando al implacable dictador español protocanónigo de la romana basílica de Santa María la Mayor.
Los obispos de la época reclamaron de Roma una “beatificación colectiva”. Los acontecimientos posteriores abortaron la operación. La derrota del nazismo y el fascismo en 1945 obligó al Vaticano a retrasar una proclamación semejante, temeroso de que la ceremonia se interpretase como una beatificación de la dictadura criminal de Franco. Más tarde, muerto Pío XII, el obstáculo fue la evolución de catolicismo, impulsada por el Concilio Vaticano II y, sobre todo, por Pablo VI y Juan XXIII, antifranquistas declarados. Este último llegó a prohibir que se pronunciara la palabra Cruzada en su presencia.
Ninguno de los jerarcas del catolicismo en aquel trágico período de la historia figura entre los santificables. No el cardenal Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca en 1936, que cedió dejó su palacio episcopal para que Franco instalase allí el cuartel general de la contienda. Pla bendijo el ajuste de cuentas en una pastoral que apelaba, en metáfora repugnante, a las dos ciudades de san Agustín, es decir, a una cruzada a muerte de Abel contra Caín. Ni tampoco el cardenal de Toledo y primado de España, Isidro Gomá. Suya fue la idea y el texto de la Carta colectiva del episcopado, de 1937. Sin miramiento alguno, la pastoral se puso de parte de los militares golpistas y proclamó “el sentido cristiano de la guerra”.
Los obispos se enfadan si se les recuerda que Franco utilizó a placer a su Iglesia. Víctimas, pero también verdugos, se dejaron querer durante décadas por el llamado Caudillo, del que obtuvieron generosos beneficios en años de terribles crímenes y penurias -fusilamientos, cárcel, exilio, hambre y falta de libertades- para el pueblo español, en medio del silencio, muchas veces cómplice, de la jerarquía de la confesión romana.

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