En medio del huracán político de estos días, y aun a riesgo de repetir lo que tantos otros están diciendo con más conocimiento y estilo, me siento obligado a añadir mi voz a la suya sobre esta situación que padecemos. No quiero perder la fe en la política, el arte de gestionar cuanto tiene que ver con la vida común de una sociedad. Nadie se puede permitir desentenderse de lo que a todos nos afecta.
Tan cierto como eso es que el grado de corrupción y envilecimiento de la política al que hemos llegado –¿o será que siempre ha sido así y que ahora simplemente lo sabemos un poco mejor, y tal vez todavía no sabemos casi nada?–, el grado de corrupción y envilecimiento, insisto, es tal que la incredulidad o la indiferencia absolutas serían más que comprensibles. Pero no podemos quedarnos ahí.
Nos debatimos entre la indignación y la repugnancia ante la extensión del desastre, y ante la sospecha fundada de que todo es peor de lo que nos dicen y sabemos, al igual que el desastre económico era mucho peor de lo que nos decían y sabíamos hace cuatro años.
El sistema político que los políticos, ellos en primer lugar, y también todos nosotros por acción u omisión, por nuestro simple voto o por nuestra general dejación, hemos montado o tolerado parece haber transformado la política en una oscura trama de lucro y ambición de poder de individuos y partidos. Es degradante. Es intolerable.
Pero perdón.
Pero perdón.
Todos conocemos a muchos políticos y políticas honradas, que han dado y siguen dando lo mejor de sí a la sociedad, que han renunciado a sueldos más pingües y se han entregado en cuerpo y alma al sagrado bien común. Dignifican la política, y se merecen nuestra admiración y gratitud. Y estoy seguro de que en todos los partidos abundan hombres y mujeres así. Tal vez, incluso, son la gran mayoría. Sí, creo que la gente buena es la mayoría en todas partes, y que la bondad es no solamente la parte mejor sino también la parte mayor en todos, por oculta que a veces esté.
Pero no basta con la buena voluntad de muchos políticos, aunque sean la mayoría. Ni basta con la fe en la bondad de todos, aunque sin ella no podremos hacer nada, nada. Hay que tomar medidas estructurales para impedir que pase lo que pasa.
Muchos dirán que no es momento de apresurarse y que, sobre todo, debemos dejar que los jueces investiguen. Sí, que investiguen. Pero dudo de que todos los jueces puedan investigar todo lo que quieren, e incluso de que quieran investigar todo lo que deben. En cualquier caso, sus conclusiones, tengan el valor que tengan, llegarán seguramente demasiado tarde. Y no podemos esperar. La emergencia política se añade a la emergencia económica. La dictadura financiera amenaza con ser total y definitiva.
Decir que todos los políticos son corruptos es injusto, pero además peligroso, pues, siendo imposible cambiarlos a todos, puede llevarnos a dejarlo todo como está. Decir, al contrario, que tenemos los políticos que nos merecemos solo es verdad en parte, y en cualquier caso se trata justamente de que los políticos sean mejores que nosotros o, más bien, de que, siendo como sean, estén obligados por ley y por control social a gestionar de tal forma nuestros asuntos públicos que nos lleven a vivir mejor, a obrar mejor e incluso a ser mejores para bien de todos.
Es hora de actuar. La política es más necesaria que nunca, pero hay que tomar medidas urgentes para atajar la opacidad y la endogamia de los partidos, que convierten esa noble actividad en una profesión reservada a grupos cerrados al servicio de intereses propios. ¿Qué medidas? Aquellas que puedan asegurar la plena transparencia de todas las cuentas y la mayor democracia interna en los partidos, que pongan fin al sistema de listas cerradas y a los excesivos privilegios de los electos, impidan su permanencia excesiva en los escaños, y garanticen la independencia del poder judicial. Por ejemplo.
Así recuperaremos la fe en la política y en los políticos, la fe en estos pobres seres humanos que somos y en nuestro futuro en la gran comunidad de los vivientes.
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