Equipo Atrio, 13-Febrero-2013
¿Qué queda del Vaticano II 50 años después? La pregunta ha sido formulada y respondida muchas veces, y no volveré sobre ella. O sí, volveré sobre ella, pero desde un enfoque muy particular: cómo se cita el Vaticano II en el Catecismo de la Iglesia Católica.
¿Qué queda del Vaticano II 50 años después? La pregunta ha sido formulada y respondida muchas veces, y no volveré sobre ella. O sí, volveré sobre ella, pero desde un enfoque muy particular: cómo se cita el Vaticano II en el Catecismo de la Iglesia Católica.
“Hay que leer el Concilio en clave de continuidad y no en clave de ruptura con la tradición”, declaró Benedicto XVI, y muchos obispos lo han repetido como si fuera un luminoso criterio para la correcta interpretación del Vaticano II. Pero apenas si ilumina algo. “Continuidad”, “ruptura”: depende de lo que se entienda con esos términos. Cuestión de palabras.
Hace pocos meses, un profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (del Opus), José Luis Gutiérrez, poco sospechoso de ser rupturista, decía en una conferencia de la Universidad Pontificia de Salamanca, en el marco del “Congreso a los 50 años del Concilio”, que la constitución Sacrosanctum concilium supuso una “revolución”. ¿Una revolución no es una ruptura? ¿No fue una ruptura el principio del gobierno colegial de la Iglesia aprobado (aunque también neutralizado, es verdad) por la Lumen Gentium? ¿No fue una ruptura que la Dei Verbum reconociera que en la Biblia hay “cosas imperfectas”? ¿No fue una ruptura que la Nostra Aetate afirmara que en las religiones no cristianas hay “cosas verdaderas y santas” y “deplora” el antisemitismo” histórico de la propia Iglesia católica? ¿No fue una ruptura que la Dignitatis Humanae reconociera la libertad de conciencia o la libertad religiosa condenadas hasta entonces? Sería como decir que no hay ruptura entre el apartheid y su abolición? Claro que la vida, al igual que la historia, es continuidad, pero la continuidad no se da sino a través de saltos y rupturas.
Lo mismo sucede con la lectura del Concilio después de 50 años. En nombre de la continuidad de la vida, ¿debemos acaso seguir repitiendo la misma letra en el mismo sentido de hace 50 años? ¿Esa supuesta continuidad literal no sería en realidad una traición al Concilio? La fidelidad no es neutra, ni consiste en repetir la letra del pasado. Toda lectura es interpretación. Toda lectura es también selectiva. Y cuanto más se empeña alguien en seguir repitiendo la letra del Concilio en nombre de la continuidad, más selectiva y parcial es su lectura o su interpretación.
Es lo que sucede con el Catecismo de la Iglesia Católica del año 1997, plagado de citas conciliares. El Catecismo responde al propósito –contradictorio por principio– de fijar de una vez para siempre la lectura de aquellos documentos, como si su sentido se pudiera encerrar en la letra cerrada, como si 50 años después no se pudiera ni debiera hacer una nueva lectura e interpretación. Pero el propósito del Catecismo iba más allá y resulta más grave: quiso establecer de una vez para siempre una lectura y una interpretación del Concilio en continuidad literal con la teología del Vaticano I y de Trento.
Claro que eso sería simplemente imposible con solo leer todo el texto de todos los documentos (que, por cierto, contienen no pocas contradicciones como textos de compromiso que son, aunque esa es otra historia en la que no entro aquí). El Catecismo cita solamente aquello que interesaba a los que lo compusieron para el doble propósito que acabo de indicar: por un lado, leer el Vaticano II a la luz del Vaticano I y de Trento, y cerrar, por otro lado, toda nueva interpretación. Lo ilustraré con la manera como el Catecismo cita (interpreta) la Gaudium et Spes. El Catecismo de la Iglesia Católica contiene unas 170 citas textuales de dicha constitución. Son muchas, pero ¿basta con ello para poder afirmar que el Catecismo es fiel al espíritu, al aliento, a la inspiración profunda de esta Constitución o del Concilio en su conjunto? Evidentemente no. La cuestión no es el cúmulo de citas, sino la selección de las mismas: qué es lo que cita y, de modo especial, qué es lo que no cita, es decir, aquello que silencia y oculta. Ni lo uno ni lo otro es casual, sino intencionado. Señalaré unos cuantos ejemplos.
El Catecismo no cita el n. 1 (donde se dice que la Iglesia es solidaria de nuestro tiempo), pero sí el n. 2 (donde se insiste en que el ser humano está esclavizado por el pecado); nunca cita los nn. 3 al 9 (donde se habla de “signos de los tiempos”, de la “revolución”, “mutación” y “metamorfosis social y cultural” se estaba produciendo, de su “influjo sobre la vida religiosa”, de “realidad dinámica y evolutiva”, de que es preciso“conocer el mundo en que vivimos”), ni el 11 (donde se dice que es preciso“discernir” en cada época los signos de Dios), pero sí el 10 (“hay muchas cosas permanentes”); no cita, en cambio, el n. 41 (“la Iglesia reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual”), ni el 42 (“cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social”). El sesgo es evidente.
Sigamos. Cita cuatro veces el n. 17, pero nunca la frase sobre la necesidad de que la persona “actúe según su conciencia y libre elección”; y no cita el n. 28 (que dice que la persona conserva su dignidad “incluso cuando está desviado por ideas falsas”).
Cita el n. 21 sobre el ateísmo, pero no la frase de que su remedio es “la exposición adecuada de la doctrina”.
No cita el n. 33 (que reconoce que la Iglesia “no siempre tiene a mano respuesta adecuada a cada cuestión”). Cita el n. 43, pero no la afirmación de que los cristianos pueden adoptar opiniones u opciones divergentes. Y no cita el n. 75 (“El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes”), ni el 92 (la Iglesia debe reconocer “todas las legítimas diversidades” de las otras Iglesias).
Cita el n. 44, pero sin mencionar “los muchos beneficios” que la Iglesia “ha recibido de la evolución histórica del ser humano”; asimismo, cita cinco veces el n. 45, pero nunca la frase de que la Iglesia “recibe ayuda” del mundo.
El capítulo más conservador de la Gaudium et Spes es seguramente el referido al matrimonio y la familia; contiene apenas un par de frases que podrían significar una cierta apertura. Pues bien, el Catecismo cita abundantemente este capítulo, pero nunca esas expresiones más aperturistas. Así, cita doce veces el n. 48 (el más citado de la Constitución), pero ninguna sola vez recoge la frase que dice que los esposos deben “participar en la necesaria renovación cultural, psicológica y social a favor del matrimonio y de la familia”; cita cinco veces el n. 50 sobre la procreación, pero nunca la afirmación de que “este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente”.
Cita cuatro veces el n. 36, pero nunca la expresión “legítima autonomía”, y sí varias veces la frase “la criatura sin Dios desaparece”. Cita el n. 58, pero solo la frase “la buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído”, y no la afirmación de que “Dios habló según los tipos de cultura propios de cada época”. Nunca cita el n. 59, que dice, por ejemplo: “la cultura… tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía”. Tampoco menciona el n. 76, que dice que “la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas”, que la Iglesia “no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil”, y que incluso “renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos”, cuando resulten ser un anti-testimonio social.
Cita el n. 62, pero solo la afirmación de que la teología debe “profundizar en el conocimiento de la verdad revelada”, no otras muchas afirmaciones sobre la teología: que hoy se halla ante problemas nuevos que reclaman nuevas investigaciones, debe utilizar las ciencias, debe reconocérsele “la justa libertad de investigación”, hay que distinguir la fe y la formulación… Cita el n. 89, pero solamente la referencia a la “ley divina y natural”. Y no cita el n. 91, que habla de “la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen en el mundo de hoy”, de que la Constitución “más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución” y que, por ello, la enseñanza es solamente “genérica”.
Todo eso no puede deberse a mera casualidad. La intencionalidad es innegable, y la conclusión también: el Catecismo es fiel solamente a una parte de la Gaudium et Spes (y del Concilio en general), a la parte más tradicional y conservadora, a aquella con la que sintoniza la autoridad vaticana de hoy. Ignora o silencia su potencial renovador. Traiciona a aquella corriente conciliar que soñó con otra Iglesia y otra teología para el mundo de hoy.
No hemos de mirar al pasado de nuestro presente sino para realizar el futuro de nuestro pasado. El criterio de la fidelidad es el pasado en cuanto profecía y germen de futuro. No lo que quedó dicho, sino su apertura a lo nuevo por decir. El Catecismo, como la jerarquía vaticana con Juan Pablo II y Benedicto XVI, ha sido fiel a la parte de Trento (1545-1563) y del Vaticano I (1870) que sigue presente en el Vaticano II, pero no es fiel al impulso del Espíritu que inspiró a muchos padres conciliares, el Espíritu que renueva la faz de la Tierra. Lo quien ahogar, pero el Espíritu sopla donde quiere y es imparable. Ahí sigue también presente en muchos textos conciliares, esperando a ser liberado de la servidumbre de la letra.
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