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ATALAYA

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viernes, 25 de mayo de 2012

JOSÉ A. PAGOLA PENTECOSTÉS 2012

Recibid el Espíritu Santo

Señor, hoy celebramos ese gran regalo que Tú nos haces a todos y a cada uno de los seres humanos y que es tu mismo Espíritu. Hoy es Pentecostés.
¿Por qué siento esta mañana con fuerza tan especial mi vacío interior y la mediocridad de mi corazón? Mis horas, mis días, mi vida está llena de todo, menos de Ti. Cogido por las ocupaciones, trabajos e impresiones, vivo disperso y vacío, olvidado casi siempre de tu cercanía. Mi interior está habitado por el ruido y el trajín de cada día. Mi pobre alma es como «un inmenso almacén» donde se va metiendo de todo. Todo tiene cabida en mí menos Tú.
Y luego, esa experiencia que se repite una y otra vez. Llega un momento en que ese ruido interior y ese trajín agitado me resultan más dulces y confortables que el silencio sosegado junto a Ti.
Dios de mi vida, ten misericordia de mí. Tú sabes que cuando huyo de la oración y el silencio, no quiero huir de Ti. Huyo de mí mismo, de mi vacío y superficialidad.
¿Dónde podría yo refugiarme con mi rutina, mis ambigüedades y mi pecado? ¿Quién podría entender, al mismo tiempo, mi mediocridad interior y mi deseo de Dios?
Dios de mi alegría, yo sé que Tú me entiendes. Siempre has sido y serás lo mejor que yo tengo. Tú eres el Dios de los pecadores. También de los pecadores corrientes, ordinarios y mediocres como yo. Señor, ¿no hay algún camino en medio de la rutina, que me pueda llevar hasta Ti? ¿No hay algún resquicio en medio del ruido y la agitación, donde yo me pueda encontrar contigo?
Tú eres «el eterno misterio de mi vida». Me atraes como nadie, desde el fondo de mi ser. Pero, una y otra vez, me alejo de Ti calladamente hacia cosas y personas que me parecen más acogedoras que tu silencio.
Penetra en mí con la fuerza consoladora de tu Espíritu. Tú tienes poder para actuar en esa profundidad mía donde a mí se me escapa casi todo. Renueva mi corazón cansado.
Despierta en mí el deseo. Dame fuerza para comenzar siempre de nuevo; aliento para esperar contra toda esperanza; confianza en mis derrotas; consuelo en las tristezas.
Dios de mi salvación, sacude mi indiferencia. Límpiame de tanto egoísmo. Llena mi vacío. Enséñame tus caminos. Tú conoces mi debilidad e inconstancia. No te puedo prometer grandes cosas. Yo viviré de tu perdón y misericordia. Mi oración de Pentecostés es hoy humilde como la del salmista: «Tu Espíritu que es bueno, me guíe por tierra llana» (Sal. 142, 10).
 
Entre los cristianos se habla de «espiritualidad» con acentos muy diferentes. A los presbíteros se les pide vivir una espiritualidad sacerdotal, a los casados una espiritualidad matrimonial.
Según las diferentes tradiciones, los religiosos se esfuerzan por vivir su propia espiritualidad benedictina, franciscana o carmelitana. Pero, ¿cuáles son los rasgos de una espiritualidad primera y básica de un seguidor de Jesús?
Lo primero, seguramente, es captar a Jesús como alguien vivo y cercano. Sentir su Espíritu sosteniendo y animando nuestra vida, captar en esa experiencia la cercanía absoluta de Dios y hacer de esa cercanía algo central en nuestra manera de vivir la fe.
Segundo, captar a Jesús como liberador. No es una manera de hablar. Es una experiencia esencial. Sentir a Jesús como alguien que nos libera en lo más profundo del corazón. Alguien que nos da fuerza interior para cambiar, y nos dice una y otra vez: «Tu fe te está salvando».
Captar a Jesús como alguien que nos hace bien. Es un auténtico regalo encontrarse con él. No es lo mismo hacer el recorrido de la vida con Jesús o sin él. Con Jesús, la vida es una carga exigente pero ligera a la vez. Ésta es, tal vez, la experiencia más genuina del Espíritu de Jesús en nosotros.
Captar a Jesús como alguien que nos enseña a vivir en una dirección nueva. Es lo fundamental. Aprender a organizar la propia vida, no alrededor y a favor de uno mismo, del propio grupo o la propia Iglesia, sino en favor de los que sufren lejos o cerca de nosotros. Lo más decisivo no es la propia santidad, sino una vida más digna para todos. Jesús lo llamaba «reino de Dios». (LEER EL EVANGELIO)
Del Espíritu de Jesús van naciendo en nosotros algunas actitudes básicas: una sensibilidad especial hacia los que sufren, una búsqueda práctica de justicia en las cosas grandes y en las pequeñas, una voluntad sincera de paz para todos, una capacidad cada vez mayor de hacer el bien gratis, una esperanza última para todo lo bueno que hoy nos resulta inalcanzable.
Acoger al Espíritu Santo es vivir con la alegría y el dinamismo interior de Jesús.
 

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