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viernes, 25 de mayo de 2012

Indignado con el patriarcado

Juan José Tamayo, teólogo

Jesús mostró su indignación de manera especial con la sociedad y la religión patriarcales de su tiempo. El cristianismo histórico ha mantenido oculta esa actitud durante muchos siglos, ya que las iglesias cristianas se han configurado patriarcalmente y necesitaban legitimar dicha configuración a través de una imagen igualmente patriarcal del propio Jesús, de su mensaje y su práctica.
Tampoco la exégesis y la teología fueron capaces de descubrir esa indignación, ya que han operado hasta muy recientemente con métodos histórico-críticos androcéntricos, que resultaban patriarcales en la comprensión de la realidad, en la traducción e interpretación de los textos y en las imágenes que ofrecían de Jesús en la predicación, la catequesis, los tratados de teología y los libros de piedad.
Hoy, gracias sobre todo a la hermenéutica y a la teología feministas de la sospecha y a los estudios de antropología cultural y de sociología del Nuevo Testamento, del cristianismo primitivo y del Jesús histórico, se está poniendo de manifiesto la centralidad de la indignación de Jesús contra el patriarcado religioso, político, social y jurídico de su tiempo.
Jesús reconoce a las mujeres la dignidad que el judaísmo ortodoxo les negaba en todos los órdenes. Pone en cuestión las leyes penales que condenaban con más severidad a las mujeres que a los varones, como la lapidación por adulterio y el libelo de repudio. En la escena evangélica de la mujer adúltera hay dos elementos a tener en cuenta en la conducta de Jesús: a) echa en cara a los acusadores su doble moral; b) perdona a la mujer, eximiéndola del castigo que le imponía la ley.
Valora muy positivamente el gesto generoso de la mujer que se presenta en casa del fariseo Simón, donde estaba Jesús comiendo, y derrama sobre él un frasco de perfume, lo que demuestra cercanía, e incluso ternura, hacia Jesús y reconocimiento simbólico de su mesianidad. En otra ocasión Jesús osa afirmar, con harto escándalo para las autoridades religiosas, que las prostitutas, los pecadores y los publicanos precederán en el reino de los cielos a los fieles cumplidores de la ley.
Tal modo de actuar entra en confl icto con la rigidez de los guardianes de la ley.
Pone en marcha un movimiento igualitario de hombres y de mujeres, donde el sexo no es motivo de discriminación ni de reconocimiento
especial en el movimiento de Jesús.
El elemento común a unos y otras dentro del grupo es el seguimiento del Maestro, que exige: compartir su estilo de vida pobre, acoger su enseñanza y anunciar el reino de Dios como buena noticia a las personas pobres y marginadas.
Así lo pone de manifi esto un texto de Lucas que ha pasado desapercibido durante mucho tiempo: Lc 8, 1-3. Jesús reconoce a las mujeres la dignidad y la ciudadanía que les negaban la religión, la sociedad y el Imperio romano. La actitud integradora e inclusiva de Jesús provocó necesariamente confl icto, constituyó un desafío a las estructuras patriarcales del judaísmo y a su discurso androcéntrico, e implicaba un cambio revolucionario no solo en el terreno religioso, también en el político y el social.
Las mujeres jugaron un papel determinante en la expansión del movimiento de Jesús fuera de las fronteras de Israel. Así parecen
indicarlo dos relatos evangélicos pertenecientes a dos tradiciones diferentes: el de la Samaritana, difusora de la Buena Noticia de Jesús en medio de un pueblo heterodoxo a los ojos de los judíos (Jn 4), y el de la Sirofenicia, mujer pagana que pide a Jesús la curación de su hija, poseída por un espíritu inmundo (Mc 7, 24-30; Mt 15, 21-28) y consigue vencer sus iniciales resistencias, hasta convertirlo a la concepción universalista de la salvación.
Pero donde se rompen todos los esquemas patriarcales de la sociedad y la religión judías es en los relatos de la Resurrección.
Las mujeres, cuyo testimonio carecía de todo valor en los juicios porque se las consideraba mendaces por naturaleza, aparecen como las primeras testigos del Resucitado. Los Doce aparecen como testigos indirectos que acceden al conocimiento de la resurrección a través de las mujeres. La actitud de aquellos ante el testimonio de las mujeres concuerda con el comportamiento adoptado durante el proceso de Jesús: si entonces huyeron, ahora se muestran reticentes y desconcertados.
Como judíos misóginos, no creen a las mujeres.
Tal fue el empoderamiento que dio a las mujeres la experiencia de la Resurrección que Pablo las excluyó de la lista de las apariciones, sustituyéndolas por los Doce y a María Magdalena por Pedro (1 Cor 15, 3-8). Pero ello no fue óbice para que el mismo Pablo reconociera la igualdad entre los hombres y las mujeres (Gálatas 3,26-28) y para que estas tuvieran responsabilidades directivas en las comunidades paulinas.
Coincido con Suzanne Tunc: “¡Ellas (las mujeres) son el eslabón indispensable de la transmisión del mensaje evangélico, e incluso el eslabón esencial para nuestra fe en Cristo resucitado”. Y voy más allá todavía: sin el testimonio y la experiencia de la Resurrección por parte de las mujeres, no hubiera nacido la Iglesia cristiana.
Ellas se encuentran en los orígenes y en el primer desarrollo del cristianismo. Después sufrieron una marginación que dura hasta hoy, sin visos de cambio, al menos institucionalmente.
En las bases, sí hay cambios, que han dado lugar al nacimiento de la teología feminista.

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