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sábado, 17 de diciembre de 2011

JOSÉ ANTONIO PAGOLA CUARTO ADVIENTO


Alégrate
Lc 1, 26-38

¿Cuántos son los que creen de verdad en la Navidad? ¿Cuántos los que saben celebrarla en lo más íntimo de su corazón? Estamos tan entretenidos con nuestras compras, regalos y cenas que resulta difícil acordarse de Dios y acogerlo en medio de tanta confusión.
Nos preocupamos mucho de que estos días no falte nada en nuestros hogares, pero a casi nadie le preocupa si allí falta Dios. Por otra parte, andamos tan llenos de cosas que no sabemos ya alegrarnos de la «cercanía de Dios».
Y una vez más, estas fiestas pasarán sin que muchos hombres y mujeres hayan podido escuchar nada nuevo, vivo y gozoso en su corazón. Y desmontarán «el Belén» y retirarán el árbol y las estrellas, sin que nada grande haya renacido en sus vidas.
La Navidad no es una fiesta fácil. Sólo puede celebrarla desde dentro quien se atreve a creer que Dios puede volver a nacer entre nosotros, en nuestra vida diaria. Este nacimiento será pobre, frágil, débil como lo fue el de Belén. Pero puede ser un acontecimiento real. El verdadero regalo de Navidad.
Dios es infinitamente mejor de lo que nos creemos. Más cercano, más comprensivo, más tierno, más audaz, más amigo, más alegre, más grande de lo que nosotros podemos sospechar. ¡Dios es Dios!
Los hombres no nos atrevemos a creer del todo en la bondad y ternura de Dios. Necesitamos detenernos ante lo que significa un Dios que se nos ofrece como niño débil, vulnerable, indefenso, sonriente, irradiando sólo paz, gozo y ternura. Se despertaría en nosotros una alegría diferente, nos inundaría una confianza desconocida. Nos daríamos cuenta de que no podemos hacer otra cosa sino dar gracias.
Este Dios es más grande que todos nuestros pecados y miserias. Más feliz que todas nuestras imágenes tristes y raquíticas de la divinidad. Este Dios es el regalo mejor que se nos puede hacer a los hombres.
Nuestra gran equivocación es pensar que no necesitamos de Dios. Creer que nos basta con un poco más de bienestar, un poco más de dinero, de salud, de suerte, de seguridad. Y luchamos por tenerlo todo. Todo menos Dios.
Felices los que tienen un corazón sencillo, limpio y pobre porque Dios es para ellos. Felices los que sienten necesidad de Dios porque Dios puede nacer todavía en sus vidas.
Felices los que, en medio del bullicio y aturdimiento de estas fiestas, sepan acoger con corazón creyente y agradecido el regalo de un Dios Niño. Para ellos habrá sido Navidad.


Un filósofo aseguraba que «el mundo no va a ninguna parte». Se oponía así, desde su visión filosófica, a tantos hombres y mujeres que, a través de los siglos, se han atrevido a esperar un futuro no solo mejor, sino nuevo.
¿A dónde va el mundo con tanto dolor? Esta pregunta no es nueva. La han repetido de mil maneras los hombres en momentos trágicos de guerras, en el azote de pestes terribles, en medio del exilio o ante catástrofes naturales. Hoy, de nuevo, cristianos y no cristianos se la plantean en el fondo de su conciencia: ¿A dónde va el mundo?
No es una cuestión arbitraria. No es tampoco una pregunta científica que busca satisfacer nuestra curiosidad. Es un interrogante profundamente humano, pues, de alguna manera, intuimos que en él nos va la vida y el destino último de la humanidad.
La pregunta se despierta en nosotros cuando nos informan de la velocidad con que se talan los árboles en las selvas, o de la desertización de grandes zonas de la Tierra; cuando nos alertan de los daños irreparables de los accidentes nucleares, o nos advierten de los efectos peligrosos de cierto tipo de residuos. ¿Se le puede llamar progreso a esa alocada producción de bienes que solo beneficia a unos pocos, mientras provoca tanto daño a la mayor parte de la humanidad?
Detrás de todo eso está el ser humano, que no acierta a conducir las cosas por caminos más seguros. Por eso, la pregunta más concreta es otra: ¿A dónde vamos nosotros los humanos dejando sin pan y sin trabajo a tantas gentes con tal de conseguir el bienestar de los más afortunados? ¿A dónde vamos hundiendo en el hambre y la miseria a pueblos enteros? ¿Nos vamos acercando así a alguna meta digna del ser humano? ¿Caminamos así hacia una plenitud?
Con este horizonte no es extraño caer en el pesimismo y en actitudes derrotistas. Por eso resultan tan sorprendentes las palabras con las que el ángel anuncia a María el nacimiento del Salvador y que, en el fondo, están dirigidas a toda la humanidad: «Alégrate ... El Señor está contigo.» (LEER EL EVANGELIO) Es cierto que el horizonte puede parecer sombrío; el ser humano puede destruir el mundo y provocar su propio hundimiento. Pero no está solo. Dios está con nosotros. Es posible la salvación.
Esta fe es la que sostiene al creyente en la esperanza y le anima a trabajar siempre por un mundo más humano. Llegará un día en el que, según las hermosas palabras del Apocalipsis, Dios mismo «enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni llanto, no habrá gritos ni fatiga, pues el mundo viejo habrá pasado» (Ap 21, 4). Esta es la promesa de Dios a los hombres. Y los creyentes confiamos en él. María, la madre del Salvador, es nuestro modelo.

 

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