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ATALAYA

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sábado, 1 de octubre de 2011

JOSÉ ANTONIO PAGOLA : JUICIO FINAL DOMINGO 27


Cuando venga el dueño de la viña 
Mt 21, 33-43 
En una época todavía no muy lejana la célebre secuencia de Tomás de Celano, «Dies irae, dies illa» encogía el ánimo de los asistentes al oficio de difuntos: «Día de cólera aquel día... en que el mundo quedará reducido a cenizas ...¡Qué terror se apoderará de nosotros cuando se presente el Juez!» Durante mucho tiempo este lenguaje y estas imágenes tenebrosas han alimentado una «pastoral del miedo», que difícilmente ayudaba a despertar la confianza en Dios.
Hay que entender bien lo que dice la Biblia sobre la «cólera de Dios». Esta cólera divina no tiene como objetivo destruir al ser humano. Al contrario, sólo se despierta para destruir el mal que hace daño al hombre. Dios es amor, y no cólera.
Un Dios que abandonara para siempre la historia humana en manos del mal y la injusticia, que no reaccionara ante la mentira y la ambigüedad que lo envuelven todo, que no restableciera la paz y la verdad, no sería un Dios Amor.  
Por eso, el juicio de Dios es una Buena Noticia para quienes quieren de verdad el bien y la felicidad total del ser humano.
En esto consiste el núcleo de la fe cristiana: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). La última palabra de Dios sobre la historia no puede ser sino una palabra de gracia.
 

¿Qué hay que hacer en la vida para acertar? No es fácil responder, pero sin duda es una pregunta vital. ¿Cómo hemos de vivir para que se pueda decir que nuestra vida es un acierto? Nos podemos equivocar en muchas cosas, pero, ¿no habrá algo en que hemos de acertar?
Se suele decir que para llenar una vida es necesario tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Sin embargo, yo conozco a personas que no han hecho ninguna de estas tres cosas y cuya vida me parece un acierto. Y conozco también a personas que han tenido hijos y han escrito libros y cuya vida no parece muy acertada.
Sin duda, hay mucha sabiduría popular en ese dicho, pues, en definitiva, cuando se habla de tener un hijo, plantar un árbol o escribir un libro, se está apuntando a algo fundamental. En la vida se acierta cuando se vive un amor fecundo, capaz de engendrar vida o hacer vivir a los demás. Sólo este amor justifica y llena una vida.
De ahí la dura amenaza que se escucha en el trasfondo de esa parábola de los viñadores que, lejos de entregar los frutos de su trabajo, dan muerte al hijo del dueño. Se les quitará todo para dárselo a otros labradores que «entreguen los frutos a su tiempo». Hay muchas formas de «perder la vida». Basta dedicarse a hacer cada vez más cosas en menos tiempo, creyendo que por el hecho de «hacer cosas» se vive más. Es una equivocación. Por muchas cosas que uno haga, si vive sin amar y sin poner vida en las personas y en el entorno, estará vaciando su vida de su contenido más precioso.
Corre por ahí una reflexión de Luis Espinal, sacerdote jesuita, asesinado en 1980 en Bolivia. Dice así: «Pasan los años y, al mirar atrás, vemos que nuestra vida ha sido estéril. No la hemos pasado haciendo el bien. No hemos mejorado el mundo que nos legaron. No vamos a dejar huella. Hemos sido prudentes y nos hemos cuidado. Pero, ¿para qué? Nuestro único ideal no puede ser llegar a viejos. Estamos ahorrando la vida, por egoísmo, por cobardía. Sería terrible malgastar ese tesoro de amor que Dios nos ha dado.»
Recuerdo que, al morir Juan XXIII, aquel Papa bueno que introdujo en la iglesia y en el mundo un aire nuevo de esperanza, de bondad y de convivencia pacífica, el cardenal Suenens pudo decir que «dejaba el mundo más habitable que cuando él llegó». De Jesús quedó este recuerdo: «Pasó toda la vida haciendo el bien.» A alguno le parecerá tal vez poco. Para el cristiano es el mejor criterio para vivir con acierto.  

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