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miércoles, 11 de mayo de 2022

MIL QUERUBES BELLOS ORLAN TU DOSEL

col zapatero

 FE ADULTA

No cabe duda de que la primavera tiene mucho de especial o, quizás todo, para ser más exactos. En ella la vida brota con una fuerza que nada tiene que ver con las otras estaciones del año; la pujanza con que, en este tiempo, emergen los bosques, campos y jardines está indicando, de manera muy especial, que es tiempo de vivir, de dar rienda suelta a la ilusión y de abrir el corazón al amor; los raquitismos y lo escaso no tienen cabida en esta época del año. Pues, bien, respecto a este tiempo tan especial, creo que existe un consenso generalizado en el sentido que mayo es el mes que se lleva la palma, quizás porque los brotes que comenzaron al principio de esta estación, incluso a finales del invierno, en algunos casos, se encuentran ya en su momento más álgido de frescor y lozanía.

La Iglesia comenzó a dedicar, desde bastantes siglos atrás, este mes, para hacer ofrendas de flores a María, como reconocimiento a su maternidad universal, pero, especialmente, como reconocimiento a haber sido escogida para que el mismísimo Dios entrara en la historia de la humanidad, encarnado en la persona de Jesús y naciendo de ella de manera virginal, “como un rayo del sol que penetra a través de un cristal sin romperlo ni mancharlo”, según palabras de los antiguos catecismos.

Llegado este mes, la gente cantaba y loaba otrora de manera masiva a María, por ser modelo de mujer y de madre y, sobre todo, por ser el único modelo verdadero, entre hombres y mujeres, de entrega total y generosa a Dios para llevar a cabo su voluntad. Una voluntad que continuaba haciéndose presente, de manera especial, por no decir casi única y exclusiva, a través de hombres y mujeres entregados a Él en cuerpo y alma; ambas cosas eran importantes, pero, no sé por qué, parece que la del cuerpo tenía una especie de pedigrí especial.

Hete aquí, pues, que era este mes en el que seminarios, conventos y casas de formación religiosa vibraban en torno a María; los rosarios de la aurora, por la mañana, y el ejercicio de las flores, por la tarde, eran la expresión más viva para mostrar a María su devoción incondicional por la entrega de su vida, su cuerpo sobre todo, aunque su voluntad también, a Dios, para que este pudiera hacer realidad su proyecto salvador. Con que fuerza sonaba aquel “Venid y vamos todos, con flores a porfía, con flores a María…” y el “Tomad, Virgen pura, nuestros corazones”; aquellas personas ya adultas, formadores y formadoras, pero muy especialmente aquellos jóvenes, de ambos sexos, en proceso de formación, se desgañitaban, a veces, con unos cantos que eran como una especie de grito sublime de sus cuerpos ofrecidos a Dios para que dispusiese, como quisiera de ellos, para llevar a cabo su acción salvadora; una ofrenda hecha, precisamente, en unos momentos en que lo biológico y psicológico empujaba con más fuerza en sus cuerpos, a la vez que sus mentes urgían una respuesta equilibrada para una afectividad a flor de piel.

Con un corazón enardecido cantaban con potente voz aquel “Mil querubes bellos orlan tu dosel, quiero estar con ellos, Virgen, llévame”; ¡qué satisfacción sentían, en su interior, al contemplar, desde una imaginación desbocada, aquel prodigio de pureza diseñada así por el mismísimo Dios desde el alba de los tiempos!; solo ella daba sentido a sus vidas, en aquellos momentos, por lo que ya no había otra causa mayor ni más noble, por la cual morir, si fuera preciso, en aquel mismo instante.

Al recordar todo esto, no puedo por menos de pensar que, siendo muy noble todo aquel enardecimiento y devoción mariana, porque estoy convencido de que lo era, se perdieron oportunidades maravillosas para haber presentado a María, además de, en su faceta de virginidad, también en la de mujer que tenía que afrontar, con muchas dificultades, el reto de vivir cada día, de la misma manera que se ven obligados y obligadas a hacerlo tantísimos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Pero, a su vez, para haberlos ayudado, también, a descubrir una María creyente, muy creyente, claro que sí, pero con una fe dolorosa, en muchos momentos, y cargada de dudas, ¿es, acaso, pecado dudar?, en muchos otros. Estoy convencido de que esto les hubiera enardecido muy poco, o nada quizás, pero si, en cambio, les hubiera servido para descubrir en aquella jovencita el mejor modelo de compromiso para con la vida y sus gentes, y el más grande ideal de fe, de cara a hacer de esta un proyecto ilusionante de vida, conforme a la vocación seguida por cada uno/a.

Me he referido a todo lo anterior hablando de pasado; pero, ¿podría aplicarse también al presente? A decir verdad, no lo sé, a pesar de que, en algunos casos, intuyo que pudiera aplicarse; lo cual, si, realmente, así fuere, me inquieta y me preocupa. Tengo la impresión de que muchos seminarios y casas de formación, no sé cuántos, la verdad, de entre los pocos que quedan, todo sea dicho, continúan, hoy día, igual que entonces, por no haberse movido nunca; otros, en cambio, comenzaron a volver, hace ya algún tiempo, y/o lo continúan haciendo, en estos momentos, después de haber vivido experiencias que, a criterio de sus dirigentes o superiores, no dieron los frutos esperados o, incluso peor, produjeron abrojos y espinas.

Me entristece que, a la postre, todas estas formas y maneras continúen sin ayudar, como tampoco lo hicieron otrora, a descubrir la gran mujer que fue María para sus vidas y la de sus gentes, es decir, las de todos aquellos y aquellas con quienes van a codearse cada día en los ambientes cotidianos y en las misiones que les lleguen a ser encomendadas. De nuevo, María continuará estando allá arriba, “en un dosel orlado por mil querubes bellos”, para continuar siendo contemplada a través de una imaginación ardorosa; pero, en absoluto, para descubrirla en muchas, por no decir en todas, vidas de hombres y mujeres que claman, con urgencia, una razón y un sentido para sus vidas.

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