FE ADULTA
Si yo fuera epíscopa, haría leer hoy el texto que sigue en todas las parroquias en lugar de la homilía. Lo ha escrito Erri de Luca, uno de mis autores favoritos, y traduce así la primera bienaventuranza.
“Se hizo un silencio denso y sin viento una vez que todos se sentaron para escucharlo. Para que pudieran oírlo y verlo, subió a un altozano. Se puso sobre la última piedra, allí donde la tierra culmina su ascensión y comienza el cielo. El viento amainó cuando él se puso en pie. La acústica, perfecta; el sol, tibio: Galilea era un surco abierto para acoger la semilla del discurso. Ningún escriba tomaba apuntes. Era un tiempo en el que las palabras se grababan a fuego en la membrana del recuerdo, en el fondo de los oídos.
«Bienaventurados» fue su primera palabra, según la tradición. Correspondía a la hora y a los sentimientos de la multitud, a la que le gusta verse reunida, apretujada y completamente segura. «Feliz, dichoso»: así traducimos la palabra ashré con la que comienza el libro Tehillim, los Salmos, como los llamamos nosotros. Comenzó con la primera palabra de los Salmos, muchos de los cuales llevan la firma del antepasado David. Él, su descendiente, continuaba la obra siempre agradable a la divinidad, que con frecuencia solicitaba de David un cántico nuevo.
Más que «bienaventurados, dichosos, felices», la palabra ashré significa «alegrías, albricias». La alegría es un gozo más físico y concreto que la bienaventuranza espiritual. Alegre como el recién curado que saborea el retomo de sus fuerzas. Alegre el «pobre de espíritu». También aquí hay diferencia con el hebreo shefal ruaj, «abatido de viento». Una expresión de Isaías. Alude a alguien que está completamente postrado, tendido en la tierra, y al que comienza a faltarle el aliento. «Abatido de viento», boqueando con el esternón pegado al suelo, los labios a la altura de las sandalias de los otros. “Alto y santo habitaré y estoy con el oprimido y abatido de viento para hacer vivir viento de abatidos y hacer vivir corazón de oprimidos “(Is 57, 15).
Un escalofrío repentino penetró en los oyentes. Aquel hombre estaba de pie en el punto más alto del horizonte, tal y como el «alto y santo habitaré» del versículo de Isaías, en el que quien habla es la divinidad. El hombre rozaba la usurpación, se había colocado en el nivel de aquellas palabras. Un escalofrío cruzó veloz por entre quienes estaban en condiciones de entender, pero enseguida fue superado por el anuncio: Estoy con el oprimido y abatido de viento. Alegre el abatido de viento, lo mismo que el oprimido de corazón: ¿cómo podían estar alegres? Alegres porque el versículo de Isaías les asegura que la divinidad está con ellos. Nombraba viento y corazón, es decir, aliento y sangre, aquello que él venía a sanar. Rescataba de las llamas los cuerpos y las almas de los más afligidos del mundo.
Había ganado crédito entre la multitud de los curados, pero aquello era solo una prenda de la enfermedad que había venido a curar. El hombre de pie en lo alto había tomado partido, estaba con el abatido de viento, con el shefal ruah. La traducción habitual «pobres en el espíritu» pierde por el camino la carga preciosa de Isaías, profeta especialmente querido por el hombre que estaba en lo alto. Los que se apretaban a su alrededor, sentados en las piedras de aquel grandioso teatro al aire libre, agarraron al vuelo el sentido que encerraba aquel anuncio.
Era la subversión más novedosa, daba la precedencia a los oprimidos, los elevaba al rango de los elegidos. Proclamaba quiénes eran los vencedores, relegaba a los otros. El reino pertenecía a los vencidos, a los desposeídos. Nada más insidioso había llegado nunca a oídos de quien tenía poco o nada que perder. Abatía el orgullo de la supremacía terrena que se consideraba favor divino. Ninguna revuelta había llegado a este grado de anulación de los rangos. Así se ponía patas arriba eso que se suele dar por descontado en la tierra, el poder de unos pocos sobre multitudes inmensas. Quedaban abolidas las prerrogativas de autoridad y de honor. Cuando los «abatidos de viento» se convierten en los primeros, se esfuman el poder y sus prerrogativas.
Era un anuncio que enardecía el corazón sin incitarlo a la ira o a la revuelta. No valía ya la pena, no tenía ya sentido oponerse al poder que se pavonea, sin fundamento en el cielo, parásito en la tierra. Dad al césar todos sus símbolos de grandeza, son solo chucherías para niños. La multitud abrió los ojos al escucharlo: un mundo distinto se superponía al existente. Los miserables sonrieron, los grupos de clase media suspiraron, temblaron los pocos señores ante el alivio de los siervos. El mundo divisado por aquel hombre subido en la cima del monte estaba al alcance de los sentidos. No era un más allá, sino un aquí y ahora ya presente, diseñado por palabras antiguas, sagradas, que se apresuraban a cumplirse. (…) Desde la cima de un monte se está solo distante de la tierra, subido en su último escalón. Desde ese lugar distante del barullo y de la confusión de la llanura era posible escrutar la lejanía y acoger el anuncio de las alegrías nuevas. Pero después había que bajar, incorporarse otra vez al orden existente; la hora de aire puro había terminado. Allá abajo, en el fondo del valle, el poder continuaría imponiéndose. Entonces ¿iba a seguir todo igual?
No, en absoluto; desde aquel momento cualquier multitud y cualquier persona sabían que habían escuchado el discurso del monte y podían volverse hacia aquella cima con la respiración abatida de viento, el corazón oprimido. En mayor o menor medida, pero podrán curarse o reponerse al amor de aquellas palabras que no darán tregua al mundo hasta que se cumplan”.
(Erri de Luca, Penúltimas noticias acerca de Yeshua/Jesús, Salamanca 2016 p 15-25)
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